sábado, 22 de diciembre de 2018

Cuantificar el amor

-¡Estoy enamorado!- Gritó. Cómo si gritara: ¡Llegó la primavera, acabo el frío invierno! Con una sonrisa de oreja a oreja, con un brillo en los ojos, nuevo. Con una levitación incandescente del alma. 
- ¿Y ella lo está? Pregunto ingenuo de mí. Sin recapacitar qué con lo cobarde que es, jamás estaría con esa felicidad si la respuesta a esta pregunta no fuera afirmativa e incluso, debidamente confirmado. 
-¡Sííííí, dice que más que yo! Me expresa, con esa euforia que únicamente los momentos aislados dan, para poder regalar a la resta de los mortales que no están viviendo en ese tránsito entre la realidad y la ilusión debocada. Porqué la memoria ya está creando cincuenta mil maravillosos futuros próximos. Pues la memoria no sirve únicamente para recordar, si no también, para imaginar, predecir y simular futuros predecibles. 
Y de repente, yo, me pregunto cómo coño se cuantifica el amor. La duda me invade, igual que invade la oscuridad en una tarde de tormenta, o la luz, después de ella. ¿Las chicas buenas prefieren chicos malos? ¿Cómo saberlo? ¿Cómo cuantificarlo? Por litros, por besos, por visitas, por lo reluciente de sus miradas, los mimos, por las ganas de sexo, de pasar tiempo juntos, por sinceridad, por los kilómetros recorridos para ir a verse, por las cosas que dejan de hacer para compartir otra vez tiempo, por quién gana más tiempo al tiempo, por sus sonrisas, por sus silencios, sus palabras, sus derrotas, sus victorias, sus sueños, los anhelos, por sus cambios físicos de personalidad o por quién juega más fuerte y desgasta más el amor, si es que es, finito. 
Necesitamos saberlo o nos es mejor obviarlo. Sin darnos cuenta que no nos lo preguntamos para no descubrir que somos nosotros quién ha apostado más fuerte, quién ha dado el primer paso y el segundo y quizás el tercero. ¿PERO importa realmente o es el camino lo interesante? 
Los seres humanos somos los únicos animales capaces de componer música. Y los únicos también, capaces de creer o crear la deidad. 

jueves, 13 de diciembre de 2018

Un puto chimpancé


Tengo un ser indefinido metido dentro de la cabecita. A veces la da por bailar, a veces por cantar, a veces por cantar y bailar. A menudo parece estar dormido. En silencio. Otras toca el violín, la guitarra, el violonchelo, el tambor. Hay días en que hace una sinfonía, la mayoría únicamente estruendo. Quiero pensar que se encuentra a gusto en mí y yo, no sé si debo decir lo mismo. 

Puedo asumir que soy cómo un planeta, un microcosmos. Dicen, porqué nunca me he puesto a contarlos, que en nosotros habitan unas 48 billones de bacterias, unos 60 billones de virus y miles de millones de hongos. Que en nosotros hay unos ecosistemas muy diversos, húmedos cómo una selva tropical en la nariz o áridos como los desiertos en el antebrazo donde habitan estos microorganismos. Es decir, que una mitad del cuerpo es humano y la otra no lo es. Y lo más jodido de todo es que ese microcosmos tiene un efecto en nuestro peso y yo, creyendo que ser gordo era culpa mía. He vivido engañado toda la vida ¡Putas bacterias! Puedo asumirlo, ya lo he dicho, que vivan en mi ese sinfín de extraños microbios que nunca conoceré, quien sabe si entre ellos hay una relación cordial, igual que entre vecinos. Por mi tamaño diría que soy un sistema solar. Quién pudiera dar el salto al espacio interestelar.

Sin embargo, el chimpancé que hay dentro de mi cabeza, llamémoslo así por ser la parte de mi menos evolucionada si es, que tango algo de la evolución a parte del lenguaje, pues soy de los que pueden mover las orejas, tengo restos de cola en el coxis y el palmaris longus que su ausencia es signo de evolución, sobresale en mi antebrazo con todo su poderío igual que lo hacía 15.000 años antes. Domina el día a día presionando a un lado o al otro del cerebro, creando dudas, dolores, quebraderos de cabeza.

Quisiera exterminarlo, pero que sería mi vida sin la duda.