martes, 24 de diciembre de 2019

Soñar por soñar; quiero soñar contigo.


Mientras tiraba marcha atrás, yéndose por donde un año antes había llegado, él, la miro a los ojos, echándola en ese mismo instante ya de menos y sin pensarlo, le gritó:

-Si tengo otra vida, prometo buscarte. Será lo primero que haga.-

Segundos después, cuando ella se alejaba ya encima de su corcel blanco, castigado toda la vida con la incredulidad, consideró, como una revelación, levantarse ante la cruda realidad y asumir que debía ir a hallarla en esta y no otra, pues lo más probable era, que no habría.

Una calabaza. Buscaba una calabaza. Y de la calabaza pasaron a las palabras, de las palabras a las conversaciones y de las conversaciones, a intercambiar alientos. Compartiendo oxígeno para conseguir respirar mejor. De las mañanitas, a los mediodías y a las tardes, y a las noches. De los roces, a los besos y de los besos al querer. Cómo una brisa suave, los sentimientos se apoderaron de sus organismos y con ellos el deseo. Y todo, en cinco minutos en cada escapada.

Escondidos siempre del valedor de ella, del protector de él. Recordando que al llegar, casi ni se miraron. Pero allí estaban… seres prohibidos: Jugando a ser humanos.

Por las calles empedradas. Ocultados entre sombras, creyendo ser invisibles. Eternos. De madrugada, sobre el frío suelo. Detrás de la puerta. Igual que un relámpago un beso, una mirada, apretujándose con fuerza, pensando que no podrían ser separados. Palabras y más palabras sin acabar nunca de explicárselo todo. Buscándose en el espacio, muertos de sed, de hambre, de vida. Muertos de ganas.

Amputado todo por la existencia de una realidad paralela cargada de raciocino. Gris. Colgados de un sueño que no podía traspasar de eso. Y su sueño después, murmuraron haberlo podido vivir. Aunque fuera medio ocultos tras la incomprensión de la enfermedad de un pueblo unido por un yugo de clasismo.

Pena. Al girarse al oler su aroma y descubrir a otra. Al olvidado sabor de su aliento. Al tacto de su piel. Al placer de sus labios. De su cuerpo. Al perderse recordando el recorrido por sus lunares. De sus risas. De sus sonrisas. De sus ojos brillar. De su preciosa timidez. Pena de no poder escucharle sus penas. Pena: Que cargar. Que acecha. Que entristece. Que cansa. Pena. ¿Por qué? Todo eso cuando nadie nos ve. 

Y cómo un extranjero; sintiéndose se fue.
      


viernes, 16 de agosto de 2019

Tiro de zapatilla

Son largos los veranos: De adulto parecen eternos. De niño, infinitos. Hubo un tiempo, cuando las sombras querían escapar, que jugar, era el placer absoluto. Corazones impolutos de lo absurdo de la rutina. Un festín cada día de calor, cada día sin escuela. El buceo más parecido a la libertad. Sin embargo, los padres, son quién dan campo ancho a todas esas historias inagotables. Ellos, aguantan hasta el hartazgo cumplidos los cuarenta, la fuente inacabable de energía que es un crío en verano. Pero llega el día, en que el sometimiento de los niños a las ordenes paternales y maternales, se diluye en la agudeza, la pubertad y la necesidad de creerse emancipado. Después, el tira y afloja es constante.

Sobre todos estos problemas emerge otro: La fuerza y la agilidad del vástago supera a la de los progenitores. Es aquí, justo en este preciso instante, que aparece el famoso: Tiro de la zapatilla. Apenas hace daño, normalmente son de esparto o goma y no hieren más que al corazón. Desconozco a quién le duele con mayor grado; al hijo o la madre, que es quién normalmente lleva la ejecución. Es la acción de la impotencia. Del perder el domino y el control. De descubrirte superado por quien enfrente te lanza el desafío sin miedo a perder. Por la incomprensión de la sublevación a la única persona que todo le has dado. Sin concebir que únicamente, es ley de vida.



Los y las hay que con una mano apuntan y con la otra disparan. También quien tira sin apuntar pero con una mala leche casi toxica. Otros por sorpresa. Algunos más rápidos que en el viejo oeste. Incluso, los hay que cierran un ojo como cuando en la feria, apuntan con la escopeta de perdigones para conseguir una muñeca chochona o una botella de cava. 


Y sin saber muy bien por qué, quizás porqué el niño se convierte en adulto, el tiro a la zapatilla, acaba. Cómo terminan tantas cosas al dejar atrás la infancia.

Son largos los veranos: A veces por infinitos, a veces por eternos. Hubo un tiempo, cuando las sombras querían escapara a jugar al placer absoluto y los corazones impolutos huyan de la absurda rutina; Con festín cada día de calor. Cada día sin escuela. Después, el buceo más parecido a la libertad y a la felicidad con cada historia que se mostraba inagotable, escapando del sometimiento de la vida. 

martes, 6 de agosto de 2019

Chilla, que teiemblen

Hay humanos que tienen la desagradable costumbre a mi entender de socializar. Tu hijos hacen una actividad extra escolar, pues a final de curso se tiene de hacerse una comida aún a sabiendas que nadie se lleva bien con nadie. O en la comunidad de vecinos si no es una macro comunidad; Lo mismo. O en el trabajo. O en el gimnasio. O en la familia. Prefiero no seguir. Es decadente. Cómo decadente es convivir sin contarse nada. Sin mojarse. Sin decir el porqué de algunos actos que chillan tan alto, que asusta.

Hubo un tiempo, que me creí invisible. No lo era. Pero mi necesidad de creerlo era tan bonita, que lo creí. Igual que quién cree en Dios, en Alá o que sé yo que ser superior. Iba por los callejones adoquinados creyéndome invisible. Me tomaba una cerveza creyéndome invisible. En el trabajo, a menudo, me creía invisible. Estaba graduado en la invisibilidad. Era un protección. A los ojos del mundo, a los atardeceres, a los amaneceres, a las tardes tontas, al verano, al otoño, al invierno, a la primavera, a casi todo era invisible. Y mi fe, que por aquél entonces, parecía eterna, ahuyentaba los fantasmas. Hasta que un día igual que se rompe una pompa de jabón explotó mi invisibilidad y de repente, todos, me volvieron a ver o a recordar y el súper poder de la invisibilidad desapareció de una forma tan sorprendente y esporádica como había llegado.

Es verano. Y cómo que ya todo el mundo me volvía a ver, entre ellos mi compañera, una noche tonta de calor, follamos. Con las ventanas abiertas. Yo no es que sea un buen torero y se entienda torero como macho ibérico, amante increíble y salvaje, pero esa velada hubo una buena corrida y entiéndase corrida por corrida. Y con una actitud rockera conseguir hacer chillar a mi compañera.  Cosa nada fácil para un mindungui como yo a menudo.  con mucho sudor.   Sin para nada recapacitar, volviendo al principio, que la noche siguiente teníamos cena socializadora de vecinos.  

Y mientras, estábamos sentados,  entre la aceituna y la cerveza y cómo no podía ser de otra forma, saltó el vecino gracioso y dijo:
-¡Que anoche! ¿Hubo verbena?- Eso a voces, entretanto una sonrisa se le iba dibujando.
-¿ Por qué? Pregunté yo con mi mejor cara de ingenuo.
- ¡Por cómo chillaba tu mujer, jajajajaja!- Gritó él.
Me lo miré serio. Me la miré a ella con un rostro de sorpresa al más puro estilo película a blanco y negro, y solté: -No lo sé. yo es que no estaba.


Después, el silencio.  

martes, 30 de julio de 2019

La gatita y el delfín

-Una gatita.- Me decía mientras las horas se nos iban igual que la incomprensión rodando cuesta abajo en el vaivén de una conversación en esas horas inoportunas. ¿Una gatita? me preguntaba yo. Por qué una gatita. Para escapar por la puerta entre abierta las noches que la pesadez del aire te ahoga y buscas oxigeno olvidando la atención en un cajón ¿Quizás? Dejando que el despiste se apodere de tus tiempos y tus actos, queriéndolo tanto, que casi parece una necesidad. Pero, coño, ¿una gatita? ¡Demasiadas películas!

-Sí, una gatita.- Insistía ella. Mientras yo caía absorbido cada vez con más profundidad en el pozo de los recuerdos. Lamer; lamía bien, pero ¡Joder! Una gatita. Jamás entendí la necesidad cínica del ser humano en fantasear con una metamorfosis kafkiana pero a voluntad propia, con billete de ida y de vuelta. Para ser un animal que ni tan siquiera, conocemos sus penas ni sus alegrías.

Volviendo las hojas del álbum de los recuerdos. Vi la foto, de una llanura de Castilla por la ventanilla del coche de mi padre, bajo un sol abrasador. Y mi hermano al lado, cómo una sombra que con el tiempo se perdió. Preguntándome, desconozco el porqué: Que con qué animal me gustaría transformarme. Seguramente, para imaginar una pelea a muerte en su imaginario infinito de niño a sabiendas, que él, mayor, como un ladrón de victorias, hallaría en su conocimiento uno más fuerte, más feroz, victorioso. Y a mí, que nunca me importo tan siquiera pensar que animal me gustaría ser, dije: un elefante, un leopardo, un lobo, un león, un flamenco (¿por qué coño diría un flamenco?) una ardilla y que sé yo. Perdí siempre. Después, con los años, mi hermano, un día, cuando yo aún no debía haber cumplido los dieciséis me llamó, para contarme, cuando él ya estaba en la universidad, que al día siguiente iría, con su chica, exmujer hoy, a hacerse un tatuaje. Conociéndolo, eso era una invitación a escondidas a toda regla. Y así fue, como la tinta, entro en mí piel por primera vez. Ellos, se tatuaron un tiburón con semejanza a delfín. La conclusión, es que ni que mi tatuaje se hubiera borrado un millón de veces, se me olvidaría que mi hermano, ese día se tatuó un delfín y yo, con él.
-Y a ti, ¿Qué animal te gustaría ser?- El final. Después de no exponerme y yo no ser capaz de comprender porque quería ser una gatita, va, y me rompe ese momento tan íntimo, tan mío, tan secreto, tan silencioso. Con la estúpida pregunta.

-¡Un delfín!- Y sus ojos se abrieron como descubriendo a alguien sensible, solidario o responsable, casi romántico, un colaborador de Greenpeace y defensor de los ocenas. ¡Sálvame Dios de tal tarea! Y después, me vi casi en la obligación de igual qué un vómito, en un arrebato de sinceridad verter en un tono casi melancólico, exponiendo como un pintor pinta un paisaje, esos recuerdos a donde huía a menudo, cómo había hecho hacía unos instantes y en los que tan cómodo me encontraba. Y cuando se deslizaba ella entre el sentimentalismo maternal y un atracción sexual realmente compleja de comprender teniendo en cuenta el sentimiento anterior. En un brote de sinceridad...
-Pero no, no es por eso. Es, porqué soy un incrédulo convencido, y algunas veces, al reflexionar una pequeña sonrisa se dibuja aunque tarde en mí, comprendiendo que quizás sí, únicamente, podemos disfrutar de esta diminuta vida una vez. Otra, no haya. Y el delfín, es la única especie con el ser humano, que tiene sexo por placer.- Igual que un cristal, mis posibilidades se convirtieron en retales, volando al viento.
Después; el fracaso.

miércoles, 22 de mayo de 2019

¡Viva los calvos con peluca!

En los últimos treinta años no le ha salido ni una triste cana. Y cuando lo conocí, ya debía haber pasado los cuarenta. Tampoco creo, que nunca haya ido a la barbería o a una peluquería. Es calvo. Y su peluca, ese casco de pelo que con tanta devoción cada mañana se esmera en colocarse lo expone más a la evidencia y a la investigación de los curiosos por ver dónde está el final de lo falso y el principio de lo propio. Y aunque corran con el riesgo de ser descubiertos, la mayoría pierde unos segundos, en observar a fondo el felpudo.

Siempre me he preguntado si es una cuestión de felicidad. De realización personal. De ego. De seguridad. De vergüenza. Un trauma. Quizás empezó a perder pelo demasiado pronto, igual que quien pierde a los seres queridos cuando aún son demasiado necesarios y anda perdido buscándolos en cualquier sitio o en su interior. Pero la verdad es, que al levantarse, después de asearse y a lo que más intención le pone es en la colocación de esa mentira en su cabeza. Distribuyendo con mino pues no quiere ver ni un ápice de testa. Puede porqué le recuerde a su desdicha. 

Y sale a la calle. Tan orgulloso, tan altivo. Tan confiado de su melena al viento. Que no le importa si todo el mundo entrevé la verdad, porque vivimos en un mundo que sabe, nadie será capaz de no seguirle el juego. Pues cómo decía un pensador, los niños los llevamos a la guardería, los abuelos a los asilos y nos compramos un perro para hacernos compañía. 

¿Será por qué no habla? La peluca digo, y el perro también. 

viernes, 3 de mayo de 2019

Borracho yo... tururu

Sentado en la barra de un bar; tan borracho que no sabía descifrar si con quien hablaba era aquel amigo de toda la vida o una imaginación, observaba después de un largo rato de conversación tendida fantasmas por doquier. Seguro que eran personas vivas disfrutando de la oscuridad de la noche. Pero, joder, cómo se complica todo cuando el cansancio de levantar el codo domina el horizonte. 

El sitio, un bar de copas nocturno, era lugar de encuentro para todo tipo de espectros. Empecé a sentirme igual que el niño del sexto sentido cuando mi amigo, empezó a desenvolver su teoría sobre la vida fantasmagórica de las personas casadas. Cogiendo fuerza y brillo con cada muerto viviente que entraba por la puerta. La hipótesis era la siguiente: todo el mundo se cansa de la monotonía y como únicamente somos monógamos por obligación y nunca por devoción, a menudo, se siente la necesidad en muchas ocasiones agudizado por el consumismo del maldito capitalismo, de cambiar. La calcificación de las relaciones y la mudez de la conversación, activa igual que Cancer a la muerte la mentira en la vida.

De repente, entra un pececillo. Bonito. De colores. Con cara de ingenua sin serlo. Es relevante si es o no ingenua; no. No lo es. Y de golpe y porrazo, todo hombre que está allí sin saberlo, vuelve a sus ancestros y se hace cazador, recolector, pescador; primitivo. Y se alzan los párpados como lo hacen las cañas de pescar. Y de cada boca embrollada sale unas palabras a menudo descabellada, empapada de madrugada. I el pececillo que se siente acorralada y a punto de ser destripada por un montón de tiburones, huye.

Sin embargo, de día todo es distinto. Y los tiburones se vuelven pájaros. Las bocas embrolladas son palabras estudiadas y las verdades siempre a medias. Nadie quiere nada. Pero si queriendo o no, el pececillo muerde el anzuelo no dudarán un segundo en sacarlo del agua aunque eso le deje sin respirar. Pero no todo son pececillos inocentes e ingenuos.

Ni todos somos tan borrachos que los fantasmas ya sea, de noche o de día, nos pasen desapercibidos.

domingo, 14 de abril de 2019

Guitarra

¡Ay, morena!
Quien pudiera, 
Apresar con los dedos el vaivén 
Del baile de tus caderas.
Con una armonía simple.
Acariciando las cuerdas. 

¡Ay, morena!
Guitarra que nunca supe hacer sonar
Pura casualidad.
Atesoras la música guitarra,
En cada nota que al resonar 
una sonrisa florecerá.

¡Ay, morena!
Quien pudiera
En cada melodía conseguir detonar
En las curvas color madera 
Una explosión de mediodía.

¡Ay, morena!
Des del hueco de tu alma,
Guitarra, al aprender 
A tocarte, en un equilibrio increíble
Quede el imposible revocado.

¡Ay, morena!
Quien pudiera...

sábado, 16 de marzo de 2019

Soy pensamientos

A menudo soy capaz de ausentarme de mi mismo. Desconozco muy bien el funcionamiento. No sé si es que un alguien invade mi cuerpo y toma las riendas de mis actos o soy yo que salgo de él, igual que quien sale de una habitación y espero alejado a ver que hago. Lo más curioso es que todo pasa estando despierto. Consciente.

Es como moverse en un avión o en tren. Te dejas llevar hacía una situación concreta sin poder dirigir los actos. Estar dentro un autómata sin capacidad alguna de rascarte la nariz si eso es lo que realmente te viene en gana. Un impulso, una atracción incontrolable, un magnetismo dictatorial me somete a sus vaivenes igual que el mar a los marineros cuando el puerto queda lejos y la tempestad es un transito que se debe pasar de la mejor manera posible. Hay quién incluso, al jugárselo todo disfruta de la sensación, creo que no desean llegar a ancianos. Unos instintos animales se reúnen en la boca del estómago con una intensidad casi desmesurada en busca de una explosión en un equilibro tan extraño cómo la noche y el día. Donde los amaneceres y los atardeceres son tan necesarios que surgen al adentrarse en la oscuridad o al salir de ella. En un vuelo a ras de suelo al que no damos la importancia que requiere, de una nota musical bien puesta, en su lugar concreto, en el segundo preciso. Cuando algo empieza.


Después. Unos momentos después regreso a él. Como si la conciencia se volviera a sincronizar con los actos y los pies volvieran a ser mis pies, las manos mis manos y los pensamientos, siempre, siempre tan suyos. 

miércoles, 6 de marzo de 2019

El gato


Tengo un gato. Es realmente muy curioso; cómo todos los gatos supongo. Lo he encerrado en casa. No lo dejo salir nunca, pues una vez se me escapó y anduvo deambulando por esos mundos de Dios a saber con qué gatas, a saber porque tejados, durante tres días y sus tres noches. Fue entonces cuando al regresar decidí aprisionarlo entre el comedor y el recibidor.

Se pasa la horas en la ventana. Mirando al exterior con tal mirada de nostalgia que parece casi humano. Incluso, a veces, con la pata no sé si acaricia el cristal o lo restriega intentado descubrir el tacto de la libertad tan añorada. Su pulso parece detenerse al ver un pájaro volar  o desbocarse al observar un gato o una gata cruzar de un carrera la calle. Y cuando pienso que ya no soporta más la soledad es cuando maúlla igual que Kurt Cobain en The Man Who Sold The World. Yo lo observo todo sentado en mi sillón de las cuatro patas rasgadas por el estrés de los días de lluvia.

Al abrir la puerta para irme siempre lo tengo detrás frotándose entre mis piernas, cómo si me quisiera dar cariño para conmoverme y dejarlo salir sólo una vez más, para disfrutar de lo necesario. La verdad es que no lo comprendo; lo cuido, lo alimento, lo lavo, lo peino, le doy caricias, todo mi amor, tiene un collar de diamantes, un pelo reluciente y unas uñas impolutas. A menudo me gustaría poder hablar con él para comprender ese vacío que siente él, que siento yo. Pero no puede ser.

Y al salir, me veo obligado agarrarlo y forzándole a que no se escape mientras él se exalta con una furia que asusta,  incluso en alguna ocasión en esta trifulca le he pillado la cabeza con la puerta. Después vuelve hacía dentro con una resignación que me causa dolor hasta a mí. Y es entonces cuando me pregunto: ¿Se fugará algún día o se someterá a la condena? Y cuando elija cualquiera de las dos, ¿cuál será la razón?   

miércoles, 23 de enero de 2019

viejo


Intentaré hacer del laconismo un éxito en este mundo en qué la brevedad es una enfermedad. Para procurar simplificar a lo que me refiero pondré un ejemplo, documentado lunes a lunes. Trabaja conmigo un chico de aproximadamente 20 años. Nada que decir sobre su faceta laboral. Es alto, guapo según dicen las chicas con quien podemos compartir relación social nunca amorosa, alegre, inteligente y listo. No está mal la descripción, podría detallar más pero no es necesario. En definitiva, que cada lunes igual qué quién comenta el resultado de un partido de fútbol, soltero como está él, le pregunto a ver con cuantas; Y de chicas estamos hablando. Sé que no me miente. Entre viernes, sábado y domingo, jamás baja de las 2 cómo mínimo. Cierto es que a veces repite de una semana con otra, sin embargo, mayoritariamente no.

-¿Cómo te llamas?- Esta frase podía pasar en la tercera o cuarta semana de coincidir en la discoteca de moda y después 523 miradas. Y en esa noche, la conversación no iba mucho más allá. Si la semana siguiente estabas de suerte y volvías a coincidir, pues un ratito más de charla, no existían los móviles ni el WhatsApp. Así las siguientes, no sé cinco o seis semanas hasta conseguir una cita un día por la tarde, una noche o ir al cine. Después otros tres meses de amistad-relación con quizás algún beso. Y siempre, acababa encontrando uno más guapo con quién caían rendidas como por arte de magia a sus pies y a ti, te quedaban los amigos que te esperaban con los brazos abiertos y en cada mano una cerveza, vencidos ellos también en similares batallas.

-¿Pero cómo coño te lo haces?- He aquí la cuestión. Le dije al cabo de no sé cuántos fines de semana con los mismos porcentajes ¿de acierto? ¿De gol? ¿De lujuria?

-De verdad que no soy yo. Vienen ellas a mí y me piden rollo. Su respuesta, tan corta cómo sorprendente para un Tiranosaurio Rex como yo.

Maldita sociedad de consumismo empedernido. Esta es mi hipótesis. Maldito porno al alcance de todos con un clic que nos hace creer que todo está permitido y que tenemos que hacerlo todo maravillosamente y ellas disfrutar de una forma alocada siempre, con un desenfreno imposible perpetuamente. Maldito haber nacido treinta años antes. Maldita sociedad de lo efímero que hemos creado, con lo bonito que era alargar la vida de todo tanto como era posible. Des de unos pantalones con rodilleras inclusive en las nalgas, a los televisores, pasando por las amistades y los amores. Malditos chinos que inventan y producen tanto que es más económico cambiarlo que arreglarlo.

¿Me estaré volviendo un nostálgico o de eso se trata hacerse viejo?




viernes, 18 de enero de 2019

Música eres


Viernes noche. Me gusta la música. No toda, claro está, pero si diferentes clases. A menudo busco, pruebo, cato otros grupos a los habituales, otros estilos, otras canciones. En distintas plataformas de esta era digital, que para un analógico como yo es fascinante. De los discos a los casettes, después los cd's, los pen's y ahora la conectividad a un mundo infinito donde encuentras cualquier cosa al instante, sin tener que sacar la cinta y rebobinar con un bolígrafo para hallar casi por casualidad la canción que quieres escuchar una y otra vez igual que ver esa chica que con su sonrisa, porqué las canciones cómo las sonrisas, hacen brillar más el sol, dan luz.

Actuakmente, puedes ver un videoclip infinidad de veces, sin tener que esperar a esos cinco minutos, tan anhelados que una vez por día, era cuando lo pasaban casi de escondidas en un canal de segunda, quizás autonómico, quizás tarde, y se te escapaba la ocasión entre los dedos se transformaba en unas ansias que debías tragarte y digerir porqué hasta mañana no habría otra oportunidad de disfrutar, ni de intentar entender el por qué de todo, en un laberinto de sensaciones casi descubiertas a diario, poniendo todo tu empeño en aprovechar aquellos segundos para aprenderte la canción y estudiar las imágenes, gravando el instante por siempre jamás, para poderla recordar el día siguiente y tararear durante todo el día hasta poder volverla a escucharla en ese programa musical o comprar la cinta de casete y tenerla entre las manos, leer la letra, comprenderla, disfrutarla, sin temer que el instante sea tan fugaz y efímero que únicamente te dé tiempo a echarla de menos. Y ahora, los críos de hoy, lo ven una y otra vez, tantas, que las aburren en seguida. Casi en horas. Sin saborear cada una de sus notas, de sus cosas.

Y después están los conciertos. Esas noches donde la música en directo lo envuelve todo y vives sumergido en ese disco, chillando, bailando, acompañando al cantante, al grupo, en un juego de sincronización que dura lo necesario para creerte parte de la función disfrutando de la noche estrellada, dejando de ser el espectador por perder el raciocinio y entrar en el vaivén de un sueño esperado des del día que compraste las entradas por un espectáculo, que a menudo no defrauda. Y hoy que puedes conectar el pc, buscar un concierto en YouTube y sin salir del sofá escucharlo integro: Nada es igual. Sin duda, no es lo mismo, aunque el sonido sea muy envolvente, la definición de 4k y las ganas casi las mismas.

Pues en pijama no tiene la misma fuerza el: ¡Larguémonos, chica hacia el mar!

martes, 15 de enero de 2019

Espíritu crápula


Sábado noche. El término sábado viene del latín bíblico sabbatum, este del griego sábbaton,  y este del hebreo Shabat: reposo. Día de reposo. Lo dice la Wikipedia no es que yo sea muy listo. El shabat para los judíos es el día de reposo, de rezo y del enriquecimiento espiritual, des del viernes por la noche al sábado cuando se pueden ver brillan las estrellas.  Para los jóvenes modernos, es cuando ellos se disfrazan de caballeros y ellas de princesas orgullosas.  El lunes si un caso, ya volveremos a la obra o al camión, a ser dependientas o enfermeras.
Miéntame. Enséñame tu gran coche y no me cuentes cuanto te queda por pagar. No me digas la verdad. Dime donde fuiste de vacaciones aunque las pagues a plazos o lo hagan tus papas. Miénteme. Cuéntame que se cuerpo es natural, no a base de proteínas y horas en el gimnasio. Que no haces faltas de ortografía gracias al corrector de tu gran Appel o ese léxico incongruente para obviar las normas ortográficas.  No debido a horas leídas, ah no, que esas las pasas en el gym. Que me abrazas por amor no por ganas. Que conoces a Kafka o Bukowski. O que sabes lo que da catorce por veintidós sin mirar tú móvil. Que meas para quitarte de encima esa borrachera rutinaria de fin de semana.
Sábado. Amanece. Es muy tarde y demasiado temprano. Excusas baratas  de mal pagador. Empeñados en caer otra vez en los mismos errores, pasan los años volando. Y nos escondemos en la cama cómo si no pasara nada.   No somos lo que éramos ni lo que seremos. Debo hacer un shabat al menos una vez en la vida. Rezar, descansar y sobretodo, conseguir un enriquecimiento espiritual, pues mi espíritu es un crápula. Aunque sea mal y tarde.

domingo, 6 de enero de 2019

Fin de fiestas

Las fiestas de navidad a parte de ser un farsa, unos cuantos besos de judas, son un calvario. Un procesión de hartazgos entre aguantarnos y comidas. Por fin han terminado los abusos  de calorías y confianzas. Podría escribir una a una cada mentira, cada comportamiento, cada actuación, ese museo de cera en cada comedor y en cada cocina. Un sinfín de conversaciones que nacen muertas, derribadas por el desinterés. Después, al terminar, nos marchamos bien lejos, da igual si son 15 o 15.000 kilómetros, hasta el reencuentro. Confundidos por la estimación, la melancolía y el alcohol.

Nadie dice lo que piensa. Y jamás hablamos sin pensarlo. Como una actuación desastrosa,  con males actores y peores representaciones. Para comer igual que si no hubiera un mañana e hincharnos de todo y todos. Escondiéndonos detrás de nube de felicidad porqué el macias es nato hace dos mil y pico de años, liberándonos a todos de nuestros pesares, mejorando un mundo que por nosotros mismos, los humanos, egoístas, malvados y viciosos, sin él, ni ellos, todo su séquito, jamás seriamos capaces de salvar, del juicio final, del apocalipsis de nuestras propias malas compañías. Tal es su importancia, que contamos los años antes de cristo y después de él. 
    
Un protector de estómago. Algo que nos ayude a digerir la sopa, el pollo, el turrón, el pastel en definitiva. El ruido de los intestinos, de las vísceras, de las entrañas nos remueven el estomago, la salud, y el mal estar, hasta que no podemos hacer una buena cagada y deshacernos de tanta mierda. Y claro está, para un ateo empedernido como yo, gracias a Dios, es un sin sentido más, tan absurdo como la vida.


Feliz fin de fiestas.