En la mitología griega —¡oh, vieja Grecia eterna!— sabia, el tres no es sólo número. Es misterio. Es latido. Es lenta respiración. Tres son las notas del acorde que suena antes de que el mundo despierte; tres los golpes que marcan el paso del hombre de la cuna a la tumba; tres las manos que, como las Moiras: Cloto, Láquesis i Átropos, hilan, miden y cortan el hilo que somos. La frase “el hilo que somos” no es solo poética: está diciendo que nuestra propia identidad y existencia son ese hilo. No es algo que poseemos, es lo que somos. Y según el mito, nosotros no controlamos su inicio, su longitud ni su final: eso pertenece a las Moiras, es decir, al destino.
Y me asombra… me asombra que, en lo más hondo de la leyenda, encontremos siempre la misma danza: principio, camino, término. Principio que no es del todo nuevo, camino que es siempre incertidumbre, término que es, a su vez, un nuevo principio. Qué alegría encontrar esto, y no encontrarlo solo, sino en compañía. Porque las historias, como la vida, no son para ser guardadas, sino para ser contadas, dadas, compartidas como se comparte el pan o el vino en la mesa pintada por Leonardo.
Zeus, Hades y Poseidón reparten el cosmos, y en su reparto está ya el germen de toda historia humana: lo mío, lo tuyo, lo nuestro. Las tres Parcas, las Moiras, trabajan juntas, inseparables, sin celos ni prisas, porque saben que el tiempo no se apresura; el tiempo se vive. Y, cuando compartimos la historia, el mito, el sabor de las palabras, entramos nosotros también en esa hermandad de tres.
El tres es equilibrio, sí, pero es más que equilibrio: es abrazo. Abrazo entre lo que fue, lo que es y lo que será. Abrazo que no pide permiso. Abrazo que nos dice que no estamos solos. ¿Y acaso no es eso lo que el alma más busca? Saber que, en medio de la niebla de los días, hay un ritmo, un compás que nos sostiene, y que ese compás lo sentimos más vivo cuando lo escuchamos con otros.
Que nadie me diga que los mitos son cenizas viejas. ¡No! Los mitos son brasas. Y el tres, la tríada divina, es una llama que arde en el centro de la vida. Al contarla, al escucharla, nos calentamos juntos. Y en ese calor compartido está el verdadero milagro: no entenderlo todo, pero sentirlo.
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