lunes, 20 de octubre de 2025

Animal de dos latidos

¡Brindo por vosotras!
Reinas del desvelo y del vino tinto,
metáforas que se cruzan como espadas
en la penumbra donde la noche se abre paso.

Entrabais sin aviso,
una con el alma en la punta de los dedos,
la otra con la risa afilada como un riff.
Y por dentro rugía,
león sin jaula,
a punto de saltar sobre la piel del mundo.

Una era bruma melancolía de fado,
la otra, relámpago puro vértigo en falda.
Y yo, indeciso, animal de dos latidos,
mirando cómo el deseo se volvía geometría.
Cada encuentro era un incendio con modales,
un presagio de piel bajo el camisón,
una promesa en voz baja,
Los susurros eran acordes,
y cada roce,
un compás que me pedía expedición.

Nunca supe cuál de las dos me hablaba:
si la que acariciaba el aire,
o la que lo rompía con su risa de luna llena.
Bailabais piel y profecía
una lenta espiral hipnótica,
cuatro lunas partiéndome la razón.
Quizá eran una sola,
o tal vez dos maneras de perderme.

Recuerdo el sabor de la sal y el del dulzor,
la danza lenta de los ombligos,
el susurro que me dejaba sin credo,
la caída exacta, sin red,
como un neón dorado por el perfume de la marea.
No sabía cuál seguir,
ni quería saberlo:
era más bello perderme
que encontrar lo singular.

Robaron algo más que sueño:
me dejaron un eco en la sangre,
una cicatriz con forma de beso,
una certeza:
que hay noches que te liberan aunque te arranquen el alma.

Zambullirme en un ombligo,
saborear la locura,
caer sin freno.
Me gustaba, sí
esa deriva eléctrica,
esa magia de sentirme único,
poseído y agradecido,
como un verso que sangra y sonríe al mismo tiempo.

Y todavía, cuando cierro los ojos,
sigo saboreando el conjuro, su generosidad,
ese instante imposible en que las dos eran una,
y yo era suyo.

lunes, 13 de octubre de 2025

¿Hay pena buena?

Se termina el viaje como se acaban los descuentos:

justo cuando habías aprendido el mapa, a ubicarte,

cambian las señales. Y te pierdes.


Se aleja un amor, servicio no reembolsable

y la casa recupera su seriedad de catálogo:

la taza vuelve a ser taza y no confidencia,

el sofá, ese funcionario del descanso,

cita previa con el silencio y no el abrazo.


La felicidad, tan bien educada,

suele irse sin ruido y sin portazo.

Recoge sus cosas, deja las llaves

y firma en una servilleta: “no volveré, gracias”.


¿Hay pena buena?

La literatura insiste e instruye.

Tal vez sea esa pena que no hace ruido

y, por no molestar, trae galletas de chocolate.

La que no pregunta “¿por qué?”

sino “¿dónde archivamos esto?”

o "¿en qué lugar?".


Yo me despido tarde, lo admito:

¡Nunca a la hora apropiada!

cuando ya han retirado las mesas

y aún digo “una última ronda”.

El corazón, tan pésimo con los horarios,

llega cuando cierran el bar.


¿Importa más lo vivido

o lo que sentimos cuando termina?

Ese es el gran dilema.

Lo vivido presenta facturas;

lo que sentimos, informes con metáforas.

Ambos mienten un poco,

pero uno te cobra y el otro te cita a la cena.


Vivir es convivir con nosotros mismos y el departamento de devoluciones:

gozas la entrada del concierto y el concierto

pero al fin, siempre, te quedas sin música,

aunque de camino a casa

tarareas, como si supieras de qué iba la canción.

Melancólico.


Si hay pena buena, será ésta:

la que no confunde dignidad con drama,

la que admite que fuimos aproximadamente felices,

que no estuvo mal para ser lunes o miércoles,

y que la memoria es publicista,

y lo mejora todo en postproducción.


Se termina un viaje como el anterior

y el mundo, tan práctico,

dobla su geografía y cabe en un cajón.

Se aleja un amor

y la ciudad, con su ironía habitual,

apaga semáforos viejos

para que crucemos sin mirar atrás.


Seguimos adelante:

pues la vida carece de explicaciones,

aunque a vueltas, y por sorpresa, suele dejar propina.