¡Brindo por vosotras!
Reinas del desvelo y del vino tinto,
metáforas que se cruzan como espadas
en la penumbra donde la noche se abre paso.
Reinas del desvelo y del vino tinto,
metáforas que se cruzan como espadas
en la penumbra donde la noche se abre paso.
Entrabais sin aviso,
una con el alma en la punta de los dedos,
la otra con la risa afilada como un riff.
Y por dentro rugía,
león sin jaula,
a punto de saltar sobre la piel del mundo.
la otra con la risa afilada como un riff.
Y por dentro rugía,
león sin jaula,
a punto de saltar sobre la piel del mundo.
Una era bruma —melancolía de fado,
la otra, relámpago— puro vértigo en falda.
Y yo, indeciso, animal de dos latidos,
mirando cómo el deseo se volvía geometría.
Cada encuentro era un incendio con modales,
un presagio de piel bajo el camisón,
una promesa en voz baja,
Los susurros eran acordes,
y cada roce,
un compás que me pedía expedición.
Nunca supe cuál de las dos me hablaba:
si la que acariciaba el aire,
o la que lo rompía con su risa de luna llena.
Bailabais piel y profecía
una lenta espiral hipnótica,
cuatro lunas partiéndome la razón.
Quizá eran una sola,
o tal vez dos maneras de perderme.
Recuerdo el sabor de la sal y el del dulzor,
la danza lenta de los ombligos,
el susurro que me dejaba sin credo,
la caída exacta, sin red,
como un neón dorado por el perfume de la marea.
No sabía cuál seguir,
ni quería saberlo:
era más bello perderme
que encontrar lo singular.
Robaron algo más que sueño:
me dejaron un eco en la sangre,
una cicatriz con forma de beso,
una certeza:
que hay noches que te liberan aunque te arranquen el alma.
Zambullirme en un ombligo,
saborear la locura,
caer sin freno.
Me gustaba —sí—
esa deriva eléctrica,
esa magia de sentirme único,
poseído y agradecido,
como un verso que sangra y sonríe al mismo tiempo.
Y todavía, cuando cierro los ojos,
sigo saboreando el conjuro, su generosidad,
ese instante imposible en que las dos eran una,
y yo era suyo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario