lunes, 14 de abril de 2025

Las gafas de Superman

El concepto moderno de superhéroe nace en los años treinta y cuarenta en Estados Unidos, primero en los cómics de DC y, después, en los de Marvel. Y desde entonces, esa dualidad se ha convertido en algo casi tan visceral como ser de izquierdas o de derechas, de Estados Unidos o la URSS, de Roma o Cartago, del Barça o del Madrid, de Coca-Cola o de Pepsi. Una cuestión de lealtades, de ideologías, de mundos posibles. De guerra o de paz.

Porque, al final, los superhéroes no son más que la evolución contemporánea de los antiguos mitos: Hércules, Gilgamesh, Thor, o figuras legendarias como el Rey Arturo. Todos ellos seres con ideales más grandes que la vida misma. Por eso nos fascinan. Porque necesitamos creer que alguien, en medio del caos, lucha por el bien común. Que alguien encarna la justicia, la valentía, y sobre todo, la esperanza.

Cada superhéroe representa una parte de nosotros, de nuestros valores más profundos: Batman, con su lucha interna, su dolor convertido en fuerza, es la justicia personal llevada al límite. Spider-Man simboliza la responsabilidad, el compromiso con uno mismo y con el otro. Los X-Men encarnan la diferencia, la lucha contra la exclusión, el valor de ser quienes somos aunque el mundo no lo entienda.

Y luego está Superman.

Ay, Superman… Mi favorito.

El único que no es de este mundo. Un extraterrestre que, sin embargo, es más humano que la mayoría. Un inmigrante que ha hecho de la Tierra su hogar, que ama profundamente todo lo que es distinto a su lugar de origen. Podría dominar el planeta, pero lo elige proteger. Es compasivo, humilde, justo. Y aunque parezca inabordable, tiene una moral tan firme como la roca, pero nunca moralista. Cree en la bondad de las personas, y procura siempre comprender antes que juzgar.

Y sí, tiene poderes impresionantes: fuerza descomunal, visión de rayos X, supervelocidad, invulnerabilidad, capacidad de volar, oído agudísimo... Es un dios solar. Pero lo más extraordinario de él no es eso. Es que su verdadero disfraz... es Clark Kent.

A diferencia de los demás, Superman no se disfraza para ser un héroe. Se disfraza para ser humano. Clark Kent no es su identidad secreta: es su máscara. Y, sin embargo, es una máscara que ama profundamente, porque él desea ser uno más entre nosotros. No se cree superior, aunque lo sea. Él elige ver el mundo con nuestros ojos, caminar entre nosotros, vivir nuestras fragilidades. Y en esa elección hay una belleza inmensa.

La historia de Superman trata sobre inmigración, identidad, cultura, poder, responsabilidad, altruismo, idealismo. Por eso, cuando Superman cae, el mundo se detiene. Porque lo sentimos todos. Porque es un símbolo. Una idea. Una esperanza.

El tiempo se suspende en el instante en que se quita las gafas. En ese gesto, mínimo, empieza la transformación. Deja de ser Clark, y de pronto, como una explosión contenida, todo su poder se hace presente: en su mirada, en su postura, en su luz. Lo imposible se vuelve posible. Y el asombro llena las páginas. Superman navega entre lo real y lo irreal, como un puente entre lo que somos y lo que podríamos llegar a ser.

Y a veces, se pierde. Y nos lo perdemos. Porque la mayor parte del tiempo camina entre nosotros, confundido con nosotros. Como si fuera uno más.

Y sin embargo, es todo lo contrario.
Por eso lo amamos.

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