martes, 15 de abril de 2025

Yo quería ser Elvis


 


De pequeños, los niños de mi clase querían ser futbolistas (y no se equivocaban), bomberos o médicos. Oficios serios, con casco, bata o balón. Yo no. Yo lo tenía claro desde antes de saber sumar: yo quería ser Elvis.

No un Elvis cualquiera, no el de las verbenas de pueblo que canta “Suspicious Minds” con acento de Cuenca. Quería ser el auténtico. El del chorro de voz que tumbaba edificios y corazones. El de la mirada de pecado. El de la pelvis con vida propia. Ese Elvis que parecía tener más trajes que días el año, y más mujeres que botones su chaqueta. Quería ser él: guitarra en mano, escenario, focos, y ese aura de “soy el rey y acabo de inventar esto”.

No quería ser famoso. Quería ser magnético. Un encantador de personas, como los de serpientes, pero con brillantina en el pelo y micrófono en mano. Un tipo que no necesita pedirte el número porque tú ya se lo has escrito en el brazo con pintalabios.

Y sin embargo, aunque a veces pueda parecer encantador —lo justo para que no me echen de las cenas de empresa—, lo cierto es que nunca he logrado ejercer. Lo más cerca que he estado de Elvis fue una vez que me calcé unas botas blancas y me pegué una hostia bajando las escaleras.

Hoy me miro al espejo y veo a alguien que canta bien en la ducha, pero mal en los karaokes. Que baila con entusiasmo, pero sin ritmo. Que tiene trajes, sí, pero de la última boda. Y que si alguna mujer se lanza sobre él, normalmente es para apartarlo del último trozo de pizza y en casa.

Así que no, no soy Elvis. Ni lo seré. Y si algún día me ves con gafas de sol en interior, moviendo la cadera y sonriendo sin motivo, es posible, pero no me juzgues: simplemente estoy recordando quién quise ser antes de convertirme en un adulto que se emociona cuando encuentra una excusa para salir con los amigos.

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