martes, 2 de diciembre de 2025

Del día que muera (Versión 2.025)

Al caer inerte,
sea pronto o tarde,
no perdáis el tiempo
con una oración.
Nunca creí en el incidente
de la divina creación.


Acepto mi naturaleza:

Elijo ser viento,
luz, río, árbol
o ceniza en el suelo.
Pero no cuerpo en un agujero,
ni recuerdo en un cementerio.
Tampoco alma eterna,
ni comida de larva.

 

Porque lo único seguro
que nos da el nacer
es morir.
Y así, al dejar de vivir,
prefiero ser polvo en mi tierra
que en un subsuelo celestial espera. 
No aspiro a más destino
que el que dicta la razón y la materia.

 

Que mi sustancia quede
como rastro en tu memoria,
como surco en su mejilla,
como bitácora algún día,
y como una añoranza leve,
que pasa de puntillas.


voilà qui je suis 

 

 

 

viernes, 28 de noviembre de 2025

EL CANTAUTOR, LA CANCIÓN Y LAS EQUIVOCACIONES

A veces, pensaba él, las canciones envejecen peor que los amores. Y eso que el suyo no fue un capricho de verano ni un desliz de madrugada. No. Él creyó, con la inocencia torpe de los que aman por primera vez de verdad, que había encontrado algo eterno. Un amor de esos que salen en las novelas y se quedan viviendo para siempre en algún rincón del pecho, como un huésped ilustre y tu viajando en él.

La canción nació una noche en la que él estaba convencido de que el mundo se había vuelto mejor solo porque ella existía. Habían caminado por las calles vacías del barrio hasta muy tarde, hablando de nada y de todo, con esa urgencia íntima de quienes descubren que tal vez, solo tal vez, han sido destinados el uno para el otro. Cuando ella se quedó dormida en su cama, él la miró con un respeto casi religioso. Luego, en silencio, bajó al bar de la esquina, pidió una cerveza y escribió el primer verso en una servilleta arrugada. Era un verso torpe pero lleno de fe; un verso que contenía todas las promesas que aún no se habían roto.

Durante semanas vivió convencido de que aquel amor iba a sostenerle la vida entera como los cimientos de las más majestuosas edificaciones. Que la canción sería un himno privado, un refugio para los dos. Y a él, pobre iluso, nunca se le ocurrió pensar que la eternidad a veces dura lo que tarda un taxi en arrancar sin que nadie mire atrás ni sospesar las razones de la huida.

Porque se fue. No con un portazo ni una escena melodramática, simplemente se fue. Con esa frialdad suave que tienen las personas que nunca han creído en lo eterno si no en el ahora. Él se quedó mirando el hueco en la cama, la taza de café a medio terminar, el silencio. Y sintió igual que una bofetada lenta, que la servilleta con el verso era ahora el único testigo de su error o amor, o desamor.

Pero siguió cantando. La canción se convirtió en el corazón de su carrera. En los primeros años la interpretaba con una devoción casi litúrgica, como si cada acorde fuese una plegaria dirigida a un altar viejo. Le dolía, pero era un dolor noble; el tipo de dolor que uno lleva con orgullo porque cree que significa algo. Como si aún creyera en que podría haber sido para siempre. 

Hasta que los años le demostraron que la eternidad también puede corroerse.

Con el tiempo, la canción empezó a pesarle. No por ella, sino por lo que él había llegado a creer. Porque cada vez que la cantaba, el público la recibía como si fuese un himno generacional, sin saber que para él era la lápida de un amor que nunca supo morirse del todo o como enterrarlo. Lo peor fue que el mito se hizo más grande que la mujer. Y más grande que él. La muchacha casi desapareció de su memoria, con dificultades la recordaba, pero la canción seguía allí, intacta, fresquísima, como una burla cruel.

Treinta años de repetirla tardó, pero empezó a sentir vergüenza: no por la canción, sino por su antigua fe. ¿Cómo pudo creer que aquello era eterno? ¿Cómo pudo entregar tanto para recibir tan poco? Era como si cada aplauso le recordase su ingenuidad, y cada entrevista reviviera la misma pregunta: ¿Quién era la protagonista?. Él ya no lo sabía. O no quería saberlo.

Una noche, cuarenta años después de haber escrito el verso, subió al escenario de un festival popular. El aire olía a fritanga y a cerveza tibia. Cuando empezaron los primeros acordes, vio en el público el mismo gesto de siempre, esa sonrisa nostálgica, ese brillo de ilusión adolescente que él ya no tenía. Y sintió un cansancio hondo, moral y oscuro, como si de repente cargara con la juventud que nunca recuperaría.

Terminó la canción y comprendió algo devastador, pues no era ella quien lo había condenado. Ni siquiera la canción. Lo había condenado el error, esa fe desmesurada en lo eterno. Y ahora, tantos años después, seguía pagando el precio. ¡Malditos cuentos de princesas! Y maldita moral, por tener que cumplir siempre. 

Salió del escenario con la guitarra colgando del hombro, como un castigo. Pensó que tal vez un día escribiría una canción sin promesas, sin altares, sin condenas. Una canción libre de todo y de todas esas cadenas de mil millones de años.

Pero enseguida sonrió con su ironía reflejada en la mirada, las canciones libres no existen.
Solo existen las que nacen del error. Y él era un experto en equivocarse una y mil veces. 

lunes, 24 de noviembre de 2025

Anatomía del corazón (Versión 2.025)

 El amor, el mío, tiempo atrás carecía de rostro. ¿Existía entonces? Supongo que sí, quizás funcionaba como esas enfermedades asintomáticas que uno lleva encima sin saberlo. Sin embargo, estaba ya inyectado en mi cuerpo; no sé si como veneno o como antídoto. Circulaba por mi organismo, haciendo trasbordo en el corazón como un viajero despistado. 

Fui generando anticuerpos, porque esa es mi especialidad: reaccionar contra casi todo y casi todas. Fallé también en eso, por cierto.

Tú, apareciste después, con la naturalidad con la que un antígeno se cuela en un sistema inmune aburrido. La soledad te puso ahí, imagino, igual que coloca anuncios personalizados en mis redes sociales, malditos algoritmos.

Mi proceso vírico emocional es más complejo. O más simple, no lo sé: soy como un virus , estructura primaria y de pensamiento rudimentario, lo cual le facilita mucho la reproducción sobre mí. Y no te culpo. 

Ignoro si fuiste tú quien puso rostro a mi amor o si fue mi amor quien, cansado de mandarme señales, decidió poner tu cara en mi diana. Renuncio a la hipótesis, peligrosa y ligeramente ridícula, de creer que tuve algo que ver en mi propio proceso de enamoramiento. Fue una revolución sin líder. Una morfología descontrolada. 

Yo, mientras tanto, observaba todo desde fuera, como quien consulta Google Maps antes de salir de casa: calles, avenidas, autopistas, callejones sin salida… todas esas rutas que recorro entre tu mundo y el mío. A veces aparecen carreteras nuevas que no estaban ayer, o sendas peligrosas que no recuerda haber transitado jamás. 

Y te pierdes. Y me pierdo. 

Y te veo llorar. Las lágrimas no borran la soberbia con la que antes escupías palabras, pero sí generan un interesante contraste dramático, como cuando llueve sobre un incendio. Ambas reacciones, la de antes y la de ahora, parecen improvisadas por un guionista nervioso.


Mis latidos bajan, aunque todavía escucho tu voz resonando en algún pasillo interior. No sé si has sido veneno o antídoto, problema o solución, lo posible o lo imposible. El amor o el desamor. Todo o nada. Monada.

La ignorancia persiste: igual que antes no sabía si me gustaba más verte vestir o desvestirte, llegar o irte, besar o ser besado, hacerte el amor o que me follaras tú. En ese dilema también suspendí.
Tampoco tengo claro quién irrumpió en quién. ¿Entraste tú en mi razón o fui yo en la tuya? ¿O quizá fue mi corazón el que, aburrido de la normalidad, se abrió por dentro?

No sé nada. Estoy intentando sostener la razón como quien intenta sostener un paraguas en medio de un vendaval. Pero aquí sigo, haciendo inventario emocional. No por entenderte a ti, eso sería una inmensa temeridad, sino por entenderme a mí.

Porque si algo he comprendido es que el amor, incluso cuando parece un monstruo deseas tratar de domesticarlo. Aprendiendo a reír y a llorar de todo otra vez. 

So long, Marianne. 

Canción única

 Con los años, la criatura muda de piel,

no es menos ni más: cambia por dentro y para él.

Como manos que envejecen perdiendo la razón,

y aún así, buscan a oscuras aquel viejo son.

Y vuelve, vuelve,

aunque el tiempo y la rutina la quieran romper;

late más suave, casi sutil, imposible de ver.

Con los años, la criatura aprende a ser en silencio,

a decir lo que guarda con brisa fresca.

Como luz que se atenúa para luego encender,

sabe a todo lo vivido y a lo que queda por ver.

Y vuelve, vuelve,

aunque el viento y la dinamita la quieran torcer;

su paso es lento, a veces hostil, imposible de vencer.

Porque el amor, cuando crece, cambia el compás,

la silueta, la estructura y hasta la razón de su trazo.

Pero, aunque todo cambie,

siempre es la misma canción.

jueves, 6 de noviembre de 2025

En busca de mi niñez


Un amigo nació en un pueblo que ya no existe. Lo visitamos cuando éramos jóvenes, las casas eran esqueletos, las calles, cicatrices de piedra, las ventanas bocas abiertas y todos los hogares llenos de falta de conciencia. Allí entendí que hay quienes pierden la infancia dos veces: la primera cuando crecen, la segunda cuando su tierra desaparece. Mi amigo no puede volver e imaginar donde jugaba y donde aprendió a reír. No puede caminar por las mismas calles donde se hizo hombre, porque esas calles ya no existen. Es como si la vida le hubiera robado el espejo donde mirarse niño. Un vacío. 

A veces pienso que todos los pueblos deshabitados son cementerios de infancias. Las risas se quedaron atrapadas entre las puertas rotas, los juguetes enterrados bajo los escombros, esperando unas manos que ya no volverán. Las fotos descolgadas de las paredes. Las vajillas desusadas y las sillas ya no sirven para sentarse. 

Cuando uno crece, los juguetes se van muriendo lentamente, por fasciculos. No todos a la vez, sino en silencio, como si tuvieran un pudor antiguo o sus rutinas. Primero desaparecen los coches de hojalata, los soldados sin piernas, las canicas que guardaban el brillo del mil tardes de sol. Luego se van las cosas más pequeñas, la costumbre de correr detrás del balón y alguna falda hasta que la noche nos tragaba, el sabor empalagoso de los caramelos que ya no caben en los bolsillos pegajosos, el miedo a los monstruos bajo la cama que se convierte, sin avisar y con los años en miedo a no soñar o a soñar.

Y un día, sin saber cuándo, la alegría se hace más lenta más farragosa. Se arrastra por dentro como un gato viejo a veces gris, a veces negro. Ya no brilla, pero respira. Y lo que antes era admiración por los padres, fe ciega de creerlos eternos, se convierte en un gesto de comprensión y casi compasión. Una mirada que perdona su cansancio, su torpeza, su manera de callar lo que dolía y lo que no entienden.

Yo me paso la vida intentando recordar ese instante exacto en que los juguetes dejaron de hablarme. Es una obsesión que no se cura. Buscar la voz de la infancia en los rincones del tiempo de casa de mis padres, en las grietas de los muros, en el olor del pan caliente o de la lluvia sobre la tierra, en el sabor de la arena. Pero el pasado no responde, solo respira con un ruido de polvo fugaz. 

Desde mi vejez, miro hacia atrás con ternura y desgarro. No busco recuperar lo perdido, solo entender cómo sucedió. Quizás crecer sea eso, aprender a mirar las partículas en suspensión del pasado y reconocer en él la forma invisible de un juguete igual que las palabras en un relato, para descifrar su razón.