jueves, 6 de noviembre de 2025

En busca de mi niñez


Un amigo nació en un pueblo que ya no existe. Lo visitamos cuando éramos jóvenes, las casas eran esqueletos, las calles, cicatrices de piedra, las ventanas bocas abiertas y todos los hogares llenos de falta de conciencia. Allí entendí que hay quienes pierden la infancia dos veces: la primera cuando crecen, la segunda cuando su tierra desaparece. Mi amigo no puede volver e imaginar donde jugaba y donde aprendió a reír. No puede caminar por las mismas calles donde se hizo hombre, porque esas calles ya no existen. Es como si la vida le hubiera robado el espejo donde mirarse niño. Un vacío. 

A veces pienso que todos los pueblos deshabitados son cementerios de infancias. Las risas se quedaron atrapadas entre las puertas rotas, los juguetes enterrados bajo los escombros, esperando unas manos que ya no volverán. Las fotos descolgadas de las paredes. Las vajillas desusadas y las sillas ya no sirven para sentarse. 

Cuando uno crece, los juguetes se van muriendo lentamente, por fasciculos. No todos a la vez, sino en silencio, como si tuvieran un pudor antiguo o sus rutinas. Primero desaparecen los coches de hojalata, los soldados sin piernas, las canicas que guardaban el brillo del mil tardes de sol. Luego se van las cosas más pequeñas, la costumbre de correr detrás del balón y alguna falda hasta que la noche nos tragaba, el sabor empalagoso de los caramelos que ya no caben en los bolsillos pegajosos, el miedo a los monstruos bajo la cama que se convierte, sin avisar y con los años en miedo a no soñar o a soñar.

Y un día, sin saber cuándo, la alegría se hace más lenta más farragosa. Se arrastra por dentro como un gato viejo a veces gris, a veces negro. Ya no brilla, pero respira. Y lo que antes era admiración por los padres, fe ciega de creerlos eternos, se convierte en un gesto de comprensión y casi compasión. Una mirada que perdona su cansancio, su torpeza, su manera de callar lo que dolía y lo que no entienden.

Yo me paso la vida intentando recordar ese instante exacto en que los juguetes dejaron de hablarme. Es una obsesión que no se cura. Buscar la voz de la infancia en los rincones del tiempo de casa de mis padres, en las grietas de los muros, en el olor del pan caliente o de la lluvia sobre la tierra, en el sabor de la arena. Pero el pasado no responde, solo respira con un ruido de polvo fugaz. 

Desde mi vejez, miro hacia atrás con ternura y desgarro. No busco recuperar lo perdido, solo entender cómo sucedió. Quizás crecer sea eso, aprender a mirar las partículas en suspensión del pasado y reconocer en él la forma invisible de un juguete igual que las palabras en un relato, para descifrar su razón.

lunes, 20 de octubre de 2025

Animal de dos latidos

¡Brindo por vosotras!
Reinas del desvelo y del vino tinto,
metáforas que se cruzan como espadas
en la penumbra donde la noche se abre paso.

Entrabais sin aviso,
una con el alma en la punta de los dedos,
la otra con la risa afilada como un riff.
Y por dentro rugía,
león sin jaula,
a punto de saltar sobre la piel del mundo.

Una era bruma melancolía de fado,
la otra, relámpago puro vértigo en falda.
Y yo, indeciso, animal de dos latidos,
mirando cómo el deseo se volvía geometría.
Cada encuentro era un incendio con modales,
un presagio de piel bajo el camisón,
una promesa en voz baja,
Los susurros eran acordes,
y cada roce,
un compás que me pedía expedición.

Nunca supe cuál de las dos me hablaba:
si la que acariciaba el aire,
o la que lo rompía con su risa de luna llena.
Bailabais piel y profecía
una lenta espiral hipnótica,
cuatro lunas partiéndome la razón.
Quizá eran una sola,
o tal vez dos maneras de perderme.

Recuerdo el sabor de la sal y el del dulzor,
la danza lenta de los ombligos,
el susurro que me dejaba sin credo,
la caída exacta, sin red,
como un neón dorado por el perfume de la marea.
No sabía cuál seguir,
ni quería saberlo:
era más bello perderme
que encontrar lo singular.

Robaron algo más que sueño:
me dejaron un eco en la sangre,
una cicatriz con forma de beso,
una certeza:
que hay noches que te liberan aunque te arranquen el alma.

Zambullirme en un ombligo,
saborear la locura,
caer sin freno.
Me gustaba, sí
esa deriva eléctrica,
esa magia de sentirme único,
poseído y agradecido,
como un verso que sangra y sonríe al mismo tiempo.

Y todavía, cuando cierro los ojos,
sigo saboreando el conjuro, su generosidad,
ese instante imposible en que las dos eran una,
y yo era suyo.

lunes, 13 de octubre de 2025

¿Hay pena buena?

Se termina el viaje como se acaban los descuentos:

justo cuando habías aprendido el mapa, a ubicarte,

cambian las señales. Y te pierdes.


Se aleja un amor, servicio no reembolsable

y la casa recupera su seriedad de catálogo:

la taza vuelve a ser taza y no confidencia,

el sofá, ese funcionario del descanso,

cita previa con el silencio y no el abrazo.


La felicidad, tan bien educada,

suele irse sin ruido y sin portazo.

Recoge sus cosas, deja las llaves

y firma en una servilleta: “no volveré, gracias”.


¿Hay pena buena?

La literatura insiste e instruye.

Tal vez sea esa pena que no hace ruido

y, por no molestar, trae galletas de chocolate.

La que no pregunta “¿por qué?”

sino “¿dónde archivamos esto?”

o "¿en qué lugar?".


Yo me despido tarde, lo admito:

¡Nunca a la hora apropiada!

cuando ya han retirado las mesas

y aún digo “una última ronda”.

El corazón, tan pésimo con los horarios,

llega cuando cierran el bar.


¿Importa más lo vivido

o lo que sentimos cuando termina?

Ese es el gran dilema.

Lo vivido presenta facturas;

lo que sentimos, informes con metáforas.

Ambos mienten un poco,

pero uno te cobra y el otro te cita a la cena.


Vivir es convivir con nosotros mismos y el departamento de devoluciones:

gozas la entrada del concierto y el concierto

pero al fin, siempre, te quedas sin música,

aunque de camino a casa

tarareas, como si supieras de qué iba la canción.

Melancólico.


Si hay pena buena, será ésta:

la que no confunde dignidad con drama,

la que admite que fuimos aproximadamente felices,

que no estuvo mal para ser lunes o miércoles,

y que la memoria es publicista,

y lo mejora todo en postproducción.


Se termina un viaje como el anterior

y el mundo, tan práctico,

dobla su geografía y cabe en un cajón.

Se aleja un amor

y la ciudad, con su ironía habitual,

apaga semáforos viejos

para que crucemos sin mirar atrás.


Seguimos adelante:

pues la vida carece de explicaciones,

aunque a vueltas, y por sorpresa, suele dejar propina.

jueves, 28 de agosto de 2025

¿Sabes de tus colmillos?



 Me fascinan tus colmillos...
en esa media sonrisa de loba
que firma la noche con tinta
y rímel.

Morena, guapa y llena de tatuajes:
constelaciones en el brazo,
una Medusa en la muñeca,
un rayo en la clavícula que suena a guitarra eléctrica.

Epicteto me mira desde el bolsillo de la chaqueta
(donde guardo billetes de metro y un talismán ridículo)
y me dicta, con paciencia, la ley del fuego frío:
“Ocúpate de lo que depende de ti”.
Así que respiro, cuento hasta diez,
y te miro morder la cereza del labio
como si el mundo fuese un vinilo de 45
girando solo para nosotros.

No prometo eternidades—memento mori en el backstage—,
pero te ofrezco mi pulso: un metrónomo sobrio
que acompase tus riffs y mis silencios.
Si el deseo es fiera, lo ato con hilo de plata;
si la ciudad ladra, que ladre: yo elijo tu risa.
Y cuando el neón se apaga y vuelve el invierno,
me bastan tu cuero, tu sombra y ese filo en la boca
para aprender, una vez más, a no temer a la noche.

Me fascinan tus aullidos. 

miércoles, 13 de agosto de 2025

Hilar, medir, cortar


En la mitología griega —¡oh, vieja Grecia eterna!— sabia, el tres no es sólo número. Es misterio. Es latido. Es lenta respiración. Tres son las notas del acorde que suena antes de que el mundo despierte; tres los golpes que marcan el paso del hombre de la cuna a la tumba; tres las manos que, como las Moiras: Cloto, Láquesis i Átropos, hilan, miden y cortan el hilo que somos. La frase “el hilo que somos” no es solo poética: está diciendo que nuestra propia identidad y existencia son ese hilo. No es algo que poseemos, es lo que somos. Y según el mito, nosotros no controlamos su inicio, su longitud ni su final: eso pertenece a las Moiras, es decir, al destino.

Y me asombra… me asombra que, en lo más hondo de la leyenda, encontremos siempre la misma danza: principio, camino, término. Principio que no es del todo nuevo, camino que es siempre incertidumbre, término que es, a su vez, un nuevo principio. Qué alegría encontrar esto, y no encontrarlo solo, sino en compañía. Porque las historias, como la vida, no son para ser guardadas, sino para ser contadas, dadas, compartidas como se comparte el pan o el vino en la mesa pintada por Leonardo. 

Zeus, Hades y Poseidón reparten el cosmos, y en su reparto está ya el germen de toda historia humana: lo mío, lo tuyo, lo nuestro. Las tres Parcas, las Moiras, trabajan juntas, inseparables, sin celos ni prisas, porque saben que el tiempo no se apresura; el tiempo se vive. Y, cuando compartimos la historia, el mito, el sabor de las palabras, entramos nosotros también en esa hermandad de tres.

El tres es equilibrio, sí, pero es más que equilibrio: es abrazo. Abrazo entre lo que fue, lo que es y lo que será. Abrazo que no pide permiso. Abrazo que nos dice que no estamos solos. ¿Y acaso no es eso lo que el alma más busca? Saber que, en medio de la niebla de los días, hay un ritmo, un compás que nos sostiene, y que ese compás lo sentimos más vivo cuando lo escuchamos con otros.

Que nadie me diga que los mitos son cenizas viejas. ¡No! Los mitos son brasas. Y el tres, la tríada divina, es una llama que arde en el centro de la vida. Al contarla, al escucharla, nos calentamos juntos. Y en ese calor compartido está el verdadero milagro: no entenderlo todo, pero sentirlo.