Tengo la mala costumbre de fingir que leo el periódico mientras tomo el café después de comer, en el bar de enfrente del trabajo. No leo. Nunca lo hago. Escondido detrás de él, escucho. Observo. Analizo. Las conversaciones ajenas son más honestas cuando creen no tener testigos y sobre todo en noches amenizadas con algún dulce licor. Con un par de frases mal construidas, una risa fuera de tiempo o un silencio defensivo, suelo fabricar hipótesis bastante fiables sobre vidas que no son la mía. No sé qué es la normalidad, pero sé reconocer sus grietas y caer en esos mundos paralelos creados por mi, desconozco si muy alejados de la realidad.
Ese día estaba concentrado en dos mujeres sentadas a mi derecha. No en lo que decían, sino en cómo lo decían y como construían cada frase, palabra a palabra. Parecían convencerse mutuamente de que todo iba bien, lo cual suele ser un síntoma inequívoco de lo contrario. Estaba a punto de cerrar mi diagnóstico ya sumergido del todo en ellas, cuando alguien se sentó frente a mí.
En mi mesa.
Levanté la vista. El bar estaba medio vacío. Mala señal.
- ¿Qué tal? -dijo, mientras dejaba la taza con naturalidad, como si llevara sentándose allí toda la vida, tomando asiento.
- Bien -respondí-. Dentro de lo aceptable. ¡Gracias!
- Me llamo María.
- Luis. Encantado. -Procurando no parecer demasiado atónito.
Nos dimos la mano. Fría la suya. Firme. Controlada. Suave.
- Estás pensando qué coño hago sentándome aquí. -dijo sin rodeos.
- Estoy pensando por qué ha elegido precisamente esta mesa. Cuando tantas hay de vacías y únicamente encuentro una respuesta: yo.
Sonrió. No pidió disculpas.
- No tienes opción -añadió.
- Siempre la hay. Y si es por compartir soledad, yo me llevo estupendamente con la mía.
- No para ti.
- ¿Y eso?
- Tu curiosidad.
No lo negué. Sería impropio.
- Tengo media hora - dije-. Si esto es una rareza social, intenta que sea eficiente.
- No lo hago por ti -respondió-. Lo hago por mí. Y porque tú miras a la gente como si fueran pacientes mal diagnosticados.
No dije nada. Había dado en el punto exacto donde hacerme sentir esa sed insaciable de curiosidad. Pero debía saciarla rápido, el maldito trabajo me llamaba.
- Hace casi un año que vengo aquí cada día después de comer -continuó-. Siempre me siento en la barra. Tú nunca me has mirado. Yo a ti sí. Observas a todos. Como si buscaras fallos estructurales.
- Soy vendedor de electrodomésticos.
- Eso es lo que haces. No lo que eres.
Bebió un sorbo de café antes de seguir.
- De joven era la rara. La que no encajaba. Sin amigas, sin ganas de encajar. Coche viejo, ropa equivocada, silencio como forma de defensa. Llegaba sin saludar y me iba sin despedirme. Pensé que era independencia. Era aislamiento con buena retórica.
La miré con atención real por primera vez.
- Eso no es una historia -dije-. Es un historial.
Asintió.
- Y ahora estoy aquí porque la soledad ya no anestesia la pena.
Hubo un silencio breve, denso. De los que no piden consuelo, sino precisión.
- ¿Y qué espera de mí? - pregunté -. Yo entro a comprar discos nuevos y acabo llevándome los que ya tengo, solo para no decepcionarme otra vez. No curo a nadie. Apenas me hablo a mi y eso que tengo la fortuna de estar divinamente, conmigo mismo.
- Por eso -respondió-. No prometes nada.
Pensé un momento.
- Diagnóstico provisional -dije con media sonrisa, diluyendo así la realidad y/o el error-: miedo crónico al error, camuflado de control. Tratamiento: exposición directa a lo que evita.
- ¿Cómo?
- Nos tomamos la tarde libre. Haciendo algo objetivamente estúpido. Algo que mañana no puedas justificar.
No dudó.
- No tengo nada que perder.
...