Media mañana. Desayunamos tres en una mesa de cuatro.
Somos todos hombres. El tema de conversación va derivando a la vez que la
botella de vino se vacía. Cuando ya solo queda un culillo de mal repartir el más listo se lo otorga igual que los
sacerdotes se otorgan el don celestial del perdón. Por qué sí. En los cafés nos
cuenta, el mismo que se acabó el vino, que ayer le hubiera gustado poder parar
el tiempo.
–
¿Para qué? Pregunto yo, inocente como siempre,
esperando una historia heroica del salvamento de una vieja atropellada por un
camión, o un niño que cruza a lo loco detrás de una pelota. Pero no.
–
Para follarme a una chica con la que me crucé.
–
¿Y sólo cruzándote con ella ya sabes que estaba
dispuesta? Le pregunta el tercero en discordia.
–
Sí. Sus ojos me lo decían a gritos.
–
¡Joder! Nunca he sabido leer los ojos, ni los
labios. Digo yo.
–
Pues, yo, para eso tampoco o es que nunca me ha
pasado. Dice el otro.
–
A mí sí. Y os prometo que si hubiera podido
parar el tiempo, no llegamos ni al despacho.
–
¿El suyo o el tuyo? Pregunto.
–
Da igual, cojones.
Pagamos y nos vamos cada uno por nuestro lado.
Medio día. Llevo desde media mañana mirando a todas
la mujeres con las que me cruzo a los ojos fijamente. Sabiendo que no puedo
parar el tiempo. Deben pensar que estoy como una regadora. Pero me da lo mismo.
Necesito tener esa sensación de saber lo que me dicen sus ojos. En la mayoría
solo observo indiferencia. Y seguro, según me contó mi amigo, no es eso. Al
llegar a casa me siento en el sofá a recapacitar sobre todas y cada una de las
miradas con las que me he cruzado. Desde la cocina mi compañera me grita a ver
si la voy a ayudar; la oigo pero no la escucho. Algo muy casual en mí. Al cabo
de unos minutos entra en el comedor con unos ojos como platos, de repente, me sumerjo hasta lo más profundos de su mirada entendiéndolo todo y le digo: -¡¿Quieres
que detenga el tiempo?!
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