martes, 14 de abril de 2015

Peatón

Si supiera bailar, bailaría. Pero no sé.
Un anciano empuja la silla de ruedas donde su mujer afectada por alguna enfermedad degenerativa está sentada en su propio olvido. Recuerdos sesgados sin razón aparente ni coherente. Él entrega todo su empeño por qué estos primeros rayos de sol de primavera acaricien su rostro, que sin duda, vale más que todo el oro del mundo. Pocos metros después en el primer banco con el que tropieza, se sienta a reposar y estaciona la silla delante, para poder estar los dos, frente a frente. Y en una sigilosa intimidad le cuenta algo que no alcanzo a escuchar, mientras ella, lo mira con una mirada de estar perdida en un laberinto interior y profundo, tan y tan profundo, que casi la luz ya no consigue iluminar el camino hacía el mundo exterior. Sin embargo, para él, eso no importa, lo demuestra su ternura, su atención y su amor verdadero, una adoración inmensa por todo lo vivido juntos, que aunque seguramente antes casi en ningún momento fue maravilloso, por el ajetreo del día a día, ahora lo es. Y como os he contado al principio, si supiera bailar, en este mismo instante, en que el vaivén de la personas es constante a su alrededor, inmersos en su fatigadora rutina, sin prestar atención en qué a veces, el amor más bonito está en manos esqueléticas, en dónde el musculo ha perdido vigor y deja al descubierto la delgadez del hueso, la anchura de la arterias y la venas, el incompleto recorrido de los nudillos y el desmayo de la piel manchada por el tiempo en la mano. En ese mismo instante, en que ellos saborean las escasas horas, días, o meses que les quedan con la pasión que el sediento bebe, pero sin su ansiedad, es cuando me hubiera puesto a bailar, solo, o con cualquier transeúnte (a elegir mujer), sin música ni intención, un vals o qué sé yo.

Pero no. Fui un peatón más, seguramente, tan igual que el resto, que asusta.