miércoles, 12 de marzo de 2014

Aborrecer

 Joan Mateu
Media tarde. Volvía a estar sola en casa y bajaba las persianas como hacía ya mucho, que nadie, le bajaba las bragas. Con un ímpetu irrefrenable igual, que su necesidad de tocar otras pieles, saborear otros tactos, diferentes temperaturas, suavidades. Era adicta a descubrir nuevas epidermis. Seguramente, por eso, por el miedo absoluto a no poder conformarse para siempre con una misma piel, se prohibía persistentemente enamorarse. A menudo, no le interesaba ni la presencia, ni el fondo, ni el sexo de la persona que acababa durmiendo a su lado, el acto, era un trance más en el proceso de degustación. Se relamía cuando sus manos, su lengua, su roce y su piel, tonteaba con otra durante momentos interminables, eternos.

Media noche. Los intentos sintéticos de relajar su vicio nunca fueron suficientes. ¿Y como conseguir dormir con una necesidad imperiosa? ¿Cómo saciar la insatisfacción? La descomposición es un mal aliado para conservar cuerpos. Tenía que volver a buscar algún vestido pequeño en el armario para ir de caza a ese viejo tugurio, donde divagaban las almas solitarias en busca de esperanza, quizás, alguna incluso, de futuro. Y así lo izo. Mientras conducía sola en medio de la ciudad, se cuestionaba que le apetecía más ¿un cuerpo de mujer o uno de hombre? ¿Una piel suave o una más áspera?

Al alba. Odiaba la sensación de qué un cuerpo extraño invadiera su cama tanto, como algunos alcohólicos odian las resacas. Porqué son derrotas. Caídas al vacío una y otra vez. Por eso, madrugaba y empezaba ha hacer ruido. Deseaba volver a quedarse sola. Pero con ella, con esa piel, fue distinto. Al despertarse, se dio media vuelta y empezó con el índice a seguir su desnuda silueta.


Hasta que le volviera aborrecer.           

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