Joan Mateu |
Media tarde. Volvía a estar sola en casa y bajaba las
persianas como hacía ya mucho, que nadie, le bajaba las bragas. Con un ímpetu
irrefrenable igual, que su necesidad de tocar otras pieles, saborear otros
tactos, diferentes temperaturas, suavidades. Era adicta a descubrir nuevas
epidermis. Seguramente, por eso, por el miedo absoluto a no poder conformarse
para siempre con una misma piel, se prohibía persistentemente enamorarse. A menudo,
no le interesaba ni la presencia, ni el fondo, ni el sexo de la persona que
acababa durmiendo a su lado, el acto, era un trance más en el proceso de
degustación. Se relamía cuando sus manos, su lengua, su roce y su piel, tonteaba
con otra durante momentos interminables, eternos.
Media noche. Los intentos sintéticos de relajar su vicio
nunca fueron suficientes. ¿Y como conseguir dormir con una necesidad imperiosa?
¿Cómo saciar la insatisfacción? La descomposición es un mal aliado para
conservar cuerpos. Tenía que volver a buscar algún vestido pequeño en el
armario para ir de caza a ese viejo tugurio, donde divagaban las almas
solitarias en busca de esperanza, quizás, alguna incluso, de futuro. Y así lo
izo. Mientras conducía sola en medio de la ciudad, se cuestionaba que le apetecía
más ¿un cuerpo de mujer o uno de hombre? ¿Una piel suave o una más áspera?
Al alba. Odiaba la sensación de qué un cuerpo extraño
invadiera su cama tanto, como algunos alcohólicos odian las resacas. Porqué son
derrotas. Caídas al vacío una y otra vez. Por eso, madrugaba y empezaba ha
hacer ruido. Deseaba volver a quedarse sola. Pero con ella, con esa piel, fue
distinto. Al despertarse, se dio media vuelta y empezó con el índice a seguir
su desnuda silueta.
Hasta que le volviera aborrecer.
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