Si supiera
bailar, bailaría. Pero no sé.
Un anciano empuja
la silla de ruedas donde su mujer afectada por alguna enfermedad degenerativa
está sentada en su propio olvido. Recuerdos sesgados sin razón aparente ni coherente. Él entrega todo
su empeño por qué estos primeros rayos de sol de primavera acaricien su rostro, que sin duda, vale más que todo el oro del mundo. Pocos metros después
en el primer banco con el que tropieza, se sienta a reposar y estaciona la
silla delante, para poder estar los dos, frente a frente. Y en una sigilosa
intimidad le cuenta algo que no alcanzo a escuchar, mientras ella, lo mira con
una mirada de estar perdida en un laberinto interior y profundo, tan y tan
profundo, que casi la luz ya no consigue iluminar el camino hacía el mundo
exterior. Sin embargo, para él, eso no importa, lo demuestra su ternura, su
atención y su amor verdadero, una adoración inmensa por todo lo vivido juntos,
que aunque seguramente antes casi en ningún momento fue maravilloso, por el
ajetreo del día a día, ahora lo es. Y como os he contado al principio, si
supiera bailar, en este mismo instante, en que el vaivén de la personas es
constante a su alrededor, inmersos en su fatigadora rutina, sin prestar
atención en qué a veces, el amor más bonito está en manos esqueléticas, en
dónde el musculo ha perdido vigor y deja al descubierto la delgadez del hueso,
la anchura de la arterias y la venas, el incompleto recorrido de los nudillos y
el desmayo de la piel manchada por el tiempo en la mano. En ese mismo instante,
en que ellos saborean las escasas horas, días, o meses que les quedan con la
pasión que el sediento bebe, pero sin su ansiedad, es cuando me hubiera puesto
a bailar, solo, o con cualquier transeúnte (a elegir mujer), sin música ni
intención, un vals o qué sé yo.
Pero no. Fui un
peatón más, seguramente, tan igual que el resto, que asusta.