No escribo por qué no sé qué escribir. Podría escribir del
amor. Pero de ese amor que es tan bello que nunca se consigue consumir. Que es
tan hermoso que se convierte en incapaz de dejar volar mariposas. Por miedo a
que al ser visto y usado se deteriore perdiendo el brillo que ahora deslumbra.
Una pena. Un castigo que sufre todo enamoramiento. Enemigo de la rutina y del
paso del tiempo, cuando el peso de la historia igual que el polvo del camino,
cubre lo inmaculado de lo virginal. Cuando lo más precioso aún es ser uno mismo
sin que el paso de cada segundo haga de eso el destierro de los sentimientos. Verdugo
el temor, dueño del flagelo y el encarcelamiento del valor. Arrestado eternamente
a la magnificencia del cuerpo nunca herido, nunca envejecido. A la juventud
perenne, a la sonrisa incansable. No escribo. Por qué creo que nadie me lee. Por
qué des de hace mucho parece que no me anestesia del dolor de la realidad. Por qué
para reflejar cuatro palabras mal enlazadas no reúno el valor suficiente, ni
las náuseas tampoco proponen el suficiente combate para noquearme. No soy presa
de la intención de creerme capaz deslumbrar a nadie ni de alcanzar un éxito que
sé, que jamás me llegará. No escribo des de hace demasiado por falta de tiempo
y de ganas, de hambre y de sed, de llanto y de júbilo. No escribo por qué no
quiero que cómo en el amor a iniciar, el paso del tiempo resquebraje la belleza
que al escribir creo (aunque dude de estar haciéndolo) dar a mis palabras.