El sitio, un bar de copas nocturno, era lugar de encuentro para todo tipo de espectros. Empecé a sentirme igual que el niño del sexto sentido cuando mi amigo, empezó a desenvolver su teoría sobre la vida fantasmagórica de las personas casadas. Cogiendo fuerza y brillo con cada muerto viviente que entraba por la puerta. La hipótesis era la siguiente: todo el mundo se cansa de la monotonía y como únicamente somos monógamos por obligación y nunca por devoción, a menudo, se siente la necesidad en muchas ocasiones agudizado por el consumismo del maldito capitalismo, de cambiar. La calcificación de las relaciones y la mudez de la conversación, activa igual que Cancer a la muerte la mentira en la vida.
De repente, entra un pececillo. Bonito. De colores. Con cara de ingenua sin serlo. Es relevante si es o no ingenua; no. No lo es. Y de golpe y porrazo, todo hombre que está allí sin saberlo, vuelve a sus ancestros y se hace cazador, recolector, pescador; primitivo. Y se alzan los párpados como lo hacen las cañas de pescar. Y de cada boca embrollada sale unas palabras a menudo descabellada, empapada de madrugada. I el pececillo que se siente acorralada y a punto de ser destripada por un montón de tiburones, huye.
Sin embargo, de día todo es distinto. Y los tiburones se vuelven pájaros. Las bocas embrolladas son palabras estudiadas y las verdades siempre a medias. Nadie quiere nada. Pero si queriendo o no, el pececillo muerde el anzuelo no dudarán un segundo en sacarlo del agua aunque eso le deje sin respirar. Pero no todo son pececillos inocentes e ingenuos.
Ni todos somos tan borrachos que los fantasmas ya sea, de noche o de día, nos pasen desapercibidos.
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