-Una gatita.- Me decía mientras las horas se nos iban igual que la incomprensión rodando cuesta abajo en el vaivén de una conversación en esas horas inoportunas. ¿Una gatita? me preguntaba yo. Por qué una gatita. Para escapar por la puerta entre abierta las noches que la pesadez del aire te ahoga y buscas oxigeno olvidando la atención en un cajón ¿Quizás? Dejando que el despiste se apodere de tus tiempos y tus actos, queriéndolo tanto, que casi parece una necesidad. Pero, coño, ¿una gatita? ¡Demasiadas películas!
-Sí, una gatita.- Insistía ella. Mientras yo caía absorbido cada vez con más profundidad en el pozo de los recuerdos. Lamer; lamía bien, pero ¡Joder! Una gatita. Jamás entendí la necesidad cínica del ser humano en fantasear con una metamorfosis kafkiana pero a voluntad propia, con billete de ida y de vuelta. Para ser un animal que ni tan siquiera, conocemos sus penas ni sus alegrías.
Volviendo las hojas del álbum de los recuerdos. Vi la foto, de una llanura de Castilla por la ventanilla del coche de mi padre, bajo un sol abrasador. Y mi hermano al lado, cómo una sombra que con el tiempo se perdió. Preguntándome, desconozco el porqué: Que con qué animal me gustaría transformarme. Seguramente, para imaginar una pelea a muerte en su imaginario infinito de niño a sabiendas, que él, mayor, como un ladrón de victorias, hallaría en su conocimiento uno más fuerte, más feroz, victorioso. Y a mí, que nunca me importo tan siquiera pensar que animal me gustaría ser, dije: un elefante, un leopardo, un lobo, un león, un flamenco (¿por qué coño diría un flamenco?) una ardilla y que sé yo. Perdí siempre. Después, con los años, mi hermano, un día, cuando yo aún no debía haber cumplido los dieciséis me llamó, para contarme, cuando él ya estaba en la universidad, que al día siguiente iría, con su chica, exmujer hoy, a hacerse un tatuaje. Conociéndolo, eso era una invitación a escondidas a toda regla. Y así fue, como la tinta, entro en mí piel por primera vez. Ellos, se tatuaron un tiburón con semejanza a delfín. La conclusión, es que ni que mi tatuaje se hubiera borrado un millón de veces, se me olvidaría que mi hermano, ese día se tatuó un delfín y yo, con él.
-Y a ti, ¿Qué animal te gustaría ser?- El final. Después de no exponerme y yo no ser capaz de comprender porque quería ser una gatita, va, y me rompe ese momento tan íntimo, tan mío, tan secreto, tan silencioso. Con la estúpida pregunta.
-¡Un delfín!- Y sus ojos se abrieron como descubriendo a alguien sensible, solidario o responsable, casi romántico, un colaborador de Greenpeace y defensor de los ocenas. ¡Sálvame Dios de tal tarea! Y después, me vi casi en la obligación de igual qué un vómito, en un arrebato de sinceridad verter en un tono casi melancólico, exponiendo como un pintor pinta un paisaje, esos recuerdos a donde huía a menudo, cómo había hecho hacía unos instantes y en los que tan cómodo me encontraba. Y cuando se deslizaba ella entre el sentimentalismo maternal y un atracción sexual realmente compleja de comprender teniendo en cuenta el sentimiento anterior. En un brote de sinceridad...
-Pero no, no es por eso. Es, porqué soy un incrédulo convencido, y algunas veces, al reflexionar una pequeña sonrisa se dibuja aunque tarde en mí, comprendiendo que quizás sí, únicamente, podemos disfrutar de esta diminuta vida una vez. Otra, no haya. Y el delfín, es la única especie con el ser humano, que tiene sexo por placer.- Igual que un cristal, mis posibilidades se convirtieron en retales, volando al viento.
Después; el fracaso.