Soy el hilo que une pasado y presente, una mezcla de historias que a veces se entrelazan y otras se deshacen como si nunca hubieran existido. Esa sensación de desarraigo, de ser ni esto ni aquello, me acompaña, pero también me impulsa a buscar mis raíces en los relatos de quienes vinieron antes.
Mi abuelo, Don Alfonso, aunque su verdadero nombre era Ildefonso, era el eje sobre el que giraba todo. Hombre de presencia imponente y un carácter lleno de matices, era tanto venerado como criticado. Un emprendedor nato que empezó en el negocio desde la nada, construyó un legado que todavía hoy sostiene a nuestra familia. Cuando murió, dejando a mi padre huérfano de padre, con solo catorce años, su figura se volvió mito: una mezcla de admiración y leyenda que nunca llegaron a aclararse del todo. Sus hijos continuaron su obra, trabajando incansablemente para mantener el negocio a flote y hacerlo crecer, pero siempre bajo la sombra de su figura.
Mi abuela, mientras tanto, era el corazón de la casa. Una mujer profundamente devota de su familia, capaz de cocinar los platos más deliciosos con el toque inconfundible del aceite de oliva de su tierra natal. Ella mantenía viva la esencia de ese pueblo andaluz de blancas casas, en cada receta, en cada gesto. Pero también tenía una línea divisoria clara: una devoción inmensa por la sangre de su sangre y un rechazo a menudo desmesurado por quienes no lo eran. Sus manos, curtidas por el trabajo, el dolor y el cuidado, construyeron un refugio donde la familia podía sentirse unida, aunque el mundo afuera pareciera ajeno y frío.
Eran extremadamente andaluces, jiennenses hasta la médula, con su acento, sus costumbres y su amor por la tierra que habían dejado atrás. Llegaron a es pueblo catalán de calles empedradas con las manos vacías pero el corazón lleno de su cultura. Su aceite de oliva impregnaba cada plato como un recordatorio de sus orígenes, de esa tierra que habían perdido por culpa del hambre, la guerra civil y las injusticias de ser rojos en un tiempo en que eso se pagaba caro.
La historia de mi familia es un mosaico de contrastes. Mis abuelos, Ildefonso y su esposa, levantaron un legado desde la nada, dejando a sus seis hijos un patrimonio que hoy me permite vivir más que bien. Pero, como el azucarillo en el café, cada generación ha ido diluyendo un poco las raíces. Hoy, los nietos y bisnietos somos un reflejo diluido de aquella herencia, ni completamente andaluces ni plenamente catalanes, especialmente en una época en que las identidades se polarizan y los estereotipos pesan más que nunca.
Y, sin embargo, en este punto intermedio, siento que soy el hilo que une pasado y presente. Aunque a veces me invade esa nostalgia extraña, esa sensación de que una parte importante de mi persona se desmorona en el tiempo, también entiendo que las raíces no desaparecen del todo. Viven en los relatos, en los sabores, en los recuerdos que intento mantener vivos. Porque, al final, lo que somos no está en un lugar ni en una etiqueta, sino en la historia que decidimos contar y en cómo la llevamos con nosotros, como un hilo invisible que nunca se rompe.
Ser hilo no es fácil, pero sí es fortuna.