martes, 6 de mayo de 2025

Las alas


Una mañana sin una fecha que se pueda concretar, su hija se despertó con un picor insoportable entre los omóplatos.

No dijo nada. Tampoco lloro. Sólo se rasco con una furia contenida mientras el desayuno se enfriaba sobre la mesa, al lado de un tazón de cereales que ya no crujía. Fue la madre la primera en notarlo: un leve temblor en la camisa, un bulto bajo el algodón como de ángel encogido. Se calló también.

Y entonces sucedió.

No brotaron: se abrieron como un secreto mal guardado. No eran alas de la grandeza de un águila Imperial, sino unas alas sutiles y temblorosas, hechas de un material inusual: una mezcla casi onírica de plumas desgastadas y papel reciclado en las sombras de viejos suspiros. Su color no se definía en términos sencillos, sino que cambiaba con cada rayo de luz, evocando un crepúsculo eterno y enigmático. No eran tampoco gloriosas, ni épicas, ni de esas que uno imagina en los vitrales de las iglesias de colores y luz de sol. Eran irregulares, translúcidas, con venas finísimas como hilos de coser el tiempo, y una textura parecida a las de una polilla, en polvo de seda.

No hubo palabras de despedida. Tampoco abrazos. Sólo un golpe de aire frío, un vendaval, un aleteo que derribó un portarretratos, y después el silencio. Denso, como el olor a cadáver putrefacto. Y la carencia.

Los padres se quedaron inmóviles, con los ojos clavados en la ventana abierta. Mirando el horizonte en desolación. Durante unos minutos pensaron que era una pesadilla. Un mal sueño. Pero el polvo suspendido en el aire trazaba figuras que sólo se dibujan cuando algo irremediable acaba de suceder. Vidas pasadas. Como figuras de un amor que había construido futuros infinitos y desvelos, quedaron atrapados en el abismo de la ausencia. La sorpresa inicial se transformó en una agonía muda.

La noche siguiente, dueña del desvelo mientras la luna dibujaba en la pared formas abstractas y efímeras y la ventana seguía abierta de par a par, el padre, en una desesperada búsqueda de consuelo, encontró en un rincón una antigua figura de arcilla, esculpida con las manos de una niña y olvidada en la vorágine del tiempo. Ese objeto, antes simple juguete de infancia, emergió como una imagen a la inocencia perdida, una reliquia como un adiós perpetuo.

Cada rincón de la casa parecía susurrar metáforas de nostalgias inaplazable. El aroma del café matutino se mezclaba con el polvo levantado por el vuelo, y cada gota de lluvia que golpeaba el cristal del comedor parecía llorar la ausencia. Los padres, ahora aprendices forzados en la ceremonia del olvido, se vieron obligados a escuchar el vuelo incesante de la vida, ese mismo vuelo que, en su propia metamorfosis, arranca con el despegue de los pies del suelo y del cuerpo en el abismo.

 En el piso quedó el objeto más banal y más devastador: una zapatilla desgastada, con los cordones aún anudados. Parecía mirarlos. Como si dijera: "no todos volamos con las dos alas puestas." Un souvenir.

Compraron un perro de raza pocos días después, siguiendo el manual implícito de las pérdidas decorosas. Era un bichón frisé, pequeño como una promesa que nunca llega a cumplirse y blanco como lo más puro. Lo sacaban a pasear al atardecer, como quien arrastra una nostalgia con correa corta, demasiado corta y cargada de miedo. Fingían entusiasmo cuando algún vecino les decía: “¡Qué cosa más mona!”, pero la frase rebotaba como una pelota hueca dentro del pecho con un eco infinito.

El perro no ladraba. No jugaba. No corría. Parecía entender que su presencia era ornamental, como los cojines de terciopelo que nadie usa o las sonrisas de compromiso en las cenas con gente que uno ya no quiere.

La casa, en cambio, empezó a crujir. Las paredes emitían sonidos nuevos, como si también ellas se estuvieran adaptando a la orfandad. A veces, por la noche, el padre se levantaba creyendo haber oído pasos en el pasillo. Pero no era más que el eco de los días cuando todavía se peleaban por el mando de la tele o se gritaban desde la ducha. Y del silencio absoluto. 

Una tarde, mientras recogían las hojas del jardín, la madre dijo sin mirar a nadie:

—Creo que la criamos para que se fuera. Pero nunca imaginé que se iría así. Ni que quedarse doliera tanto.

El padre no respondió. Sólo miró al cielo y creyó ver, por un instante, una silueta lejana batiendo las alas con torpeza. Podía ser una gaviota. O un recuerdo.

El tiempo pasó, como siempre hace: sin pedir permiso y sin dejar propina. Los padres aprendieron a llenar el lavavajillas con sólo dos platos. A ocupar una esquina del sofá. A usar palabras suaves, como si el idioma también doliera. Pero nunca, nunca aprendieron a dejar de mirar hacia arriba.  

Comprendieron, al final, que el vuelo de su hija no era un acto de traición, sino una forma de la gravedad al revés. Que las alas no eran ornamento, sino herencia. Y que el vacío que quedaba tras su marcha no era una ausencia, sino una reverberación: la forma que adopta el amor cuando ya no cabe en casa. Y que a menudo, a la fuerza, te toca cambiar de vida.

Con el transcurso de los días, se descubrió que el vuelo no era un escape, sino una transformación inevitable, un paso más en el laberinto de crecer. Sin embargo, el dolor permanecía, como una pintura abstracta en la que cada trazo narraba la pérdida de aquello que no se puede retener. La partida de la hija dejó tras de sí un espacio lleno de silencios y presencias que, en la ausencia, se volvían casi tangibles. Era como si la casa, al desprenderse de sus voces, se hubiera convertido en un escenario eterno de soledad y reflexión. Con el telón bajado. Final de sin saber que acto. 

Quizá, en esa metamorfosis, residía la verdad última del ser: amar es permitir que aquellos a quienes hemos formado se eleven hasta donde la esperanza los lleve, aun cuando ello nos deje, a nosotros, condenados a contemplar, desde la tierra, el vuelo impetuoso de unas alas que fueron breves destellos de vida. Y así, entre metáforas y recuerdos, los padres aprendieron que el dolor es el precio del crecimiento, y que en cada adiós se esconde el germen de una nueva existencia, aunque esa existencia jamás pueda empañar el sabor eterno a abandono.

Porqué todo principio, tiene antes un final.  

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