Se termina el viaje como se acaban los descuentos:
justo cuando habías aprendido el mapa, a ubicarte,
cambian las señales. Y te pierdes.
Se aleja un amor —servicio no reembolsable—
y la casa recupera su seriedad de catálogo:
la taza vuelve a ser taza y no confidencia,
el sofá, ese funcionario del descanso,
cita previa con el silencio y no el abrazo.
La felicidad, tan bien educada,
suele irse sin ruido y sin portazo.
Recoge sus cosas, deja las llaves
y firma en una servilleta: “no volveré, gracias”.
¿Hay pena buena?
La literatura insiste e instruye.
Tal vez sea esa pena que no hace ruido
y, por no molestar, trae galletas de chocolate.
La que no pregunta “¿por qué?”
sino “¿dónde archivamos esto?”
o "¿en qué lugar?".
Yo me despido tarde, lo admito:
¡Nunca a la hora apropiada!
cuando ya han retirado las mesas
y aún digo “una última ronda”.
El corazón, tan pésimo con los horarios,
llega cuando cierran el bar.
¿Importa más lo vivido
o lo que sentimos cuando termina?
Ese es el gran dilema.
Lo vivido presenta facturas;
lo que sentimos, informes con metáforas.
Ambos mienten un poco,
pero uno te cobra y el otro te cita a la cena.
Vivir es convivir con nosotros mismos y el departamento de devoluciones:
gozas la entrada del concierto y el concierto
pero al fin, siempre, te quedas sin música,
aunque de camino a casa
tarareas, como si supieras de qué iba la canción.
Melancólico.
Si hay pena buena, será ésta:
la que no confunde dignidad con drama,
la que admite que fuimos aproximadamente felices,
que no estuvo mal para ser lunes o miércoles,
y que la memoria es publicista,
y lo mejora todo en postproducción.
Se termina un viaje como el anterior
y el mundo, tan práctico,
dobla su geografía y cabe en un cajón.
Se aleja un amor
y la ciudad, con su ironía habitual,
apaga semáforos viejos
para que crucemos sin mirar atrás.
Seguimos adelante:
pues la vida carece de explicaciones,
aunque a vueltas, y por sorpresa, suele dejar propina.