miércoles, 17 de agosto de 2011

Remasterización de Fatiga extrema.

Domingo, igual que cada lunes, miércoles o domingo, al levantarse, se sienta en el vaivén a descansar. La extrema fatiga, se había pegado a su cuerpo, al llegar a la vejez como una garrapata o una sanguijuela. Él, que siempre había sido un hombre fornido y enérgico, sin pereza alguna, nunca. Capaz de todo, sacando pecho a la vida.  Y ahora, allí perdía sus últimos días, caído en el olvido. Acompasando el zigzag del reloj. 


Silencioso y gris, escucha un viejo disco cansado de dar vueltas. Yo, su mujer, le pongo su música, para hacer que mi tiempo pase más deprisa. El estruendo de las ruedas de los carritos del supermercado acuchilla la acera, que maltrecha, sobrevive bajo la ventana, mientras en el interior, una melancólica melodía mece el cuerpo de Domingo, viejo y sombrío, como el tocadiscos. 

Las persianas bajadas al igual que siempre, deslucen las pinceladas que dan vida a mi rostro de mujer. Esa media luz, resalta mis canas y mi palidez, en definitiva, esta madurez desmesurada. Los días impares: pinto. Los pares: escribo. Y sin embargo, nada de lo que hago me conmueve. Mi batalla, no entiende de reposo, tampoco de victorias. Por las noches leo, leo mucho, con el propósito de descansar lo menos posible, ya que no soporto soñar; dormida. Prefiero hacerlo de día, cuando me siento degollada por cada campanada, hachazos al tiempo, ahorcado de lo alto del campanario. Al mirar sus ojos, adormecidos, pienso que parecen los de un cadáver reciente: alejados de cualquier sospecha de actividad, pero todavía fijos en aquello que vio por última vez, ebrios de desesperación, como conscientes, de que finalmente, el tiempo pasa para todos insolublemente.

Domingo, es una pesadilla, pienso yo: Amanda, su mujer. ¡Qué densa soledad! Cuando observas alejarse a ningún sitio, poco a poco, tu compañero de viaje. Todo lo que nos unía, es el lazo que me ata únicamente a esta relación. De todo lo que teníamos, no queda nada, el amor frondoso, se ha ido convirtiendo en un desierto seco y árido. Falto de algo tan necesario como el agua; el amor. Queda, el querer, no más. Le cocino, le lavo, lo cuido. Sólo por eso.

Algunos días, cuando cae la tarde, me espía por el rabillo del ojo, como si hasta ese momento, no hubiera sido consciente de que yo descansaba en el sillón contiguo. Y los dos, experimentamos la extraña sensación de haber presenciado un parto, rápido e indoloro pero lleno de vida, vuelve a la lucidez, en su mirada brilla la ilusión. Y yo, avergonzada sin más motivo que el endémico desprecio por mi cuerpo, que parece un vestido anticuado y arrugado, le sonrió. Domingo, trata de combatir el miedo que siente, abriendo mucho los ojos, desorbitándolos, tratando tal vez de vomitarlo a través de sus pupilas, el miedo de despertar, como de un coma profundo. Reencontrándose, con esa vida, que por culpa de la enfermedad pocas veces, puede hallar en su memoria.

Luego, Domingo, mi Domingo, me pregunta siempre:
- ¿Qué día es? Con un hilo de voz.
-Es domingo, todo el día. Contesto. Y su mano sudorosa, atrapa mi antebrazo como un niño se agarra a un flotador.
-Ese es el problema. Ser Domingo, todo el día. Asegura.
En ese instante, un temblor recorre mi cuerpo, se agrieta mi vergüenza, se agrieta mi melancolía. Siento, que Amanda se agrieta.
-Afortunado aquél, que ha nacido sin ambición alguna, no quien muere. Me dice, sonriéndome. Como nervioso.
Ahora, es él quien tiembla. Desde el suelo, es más fácil echar a volar, pienso. Y sin saber muy bien quién rompe a llorar primero, un embate de lamentos, susurrados, nos inunda a los dos. No hablamos, pero nos decimos, lo que jamás, habíamos verbalizado y siempre quería haber compartido. No sé bien, quién abraza primero a quién, quién besa primero a quién, porque los dos, nos enzarzamos como una enredadera, igual que veinte años atrás. Disfrutando, por unos minutos, de esa grieta que amenaza el abismo absoluto.


Ese abismo que es, una fatiga ignorante, que ya no nos deja vivir el presente por la repugnancia que nos causa la existencia. Extrema fatiga que nos tortura y encadena, que nos hace desfallecer y no descansa ni tiene tregua. ¡Encerrándonos! en nuestro cuerpo, como dos bailarines en una cajita de música.



4 comentarios:

Gala dijo...

Jou, me has conmovido.
Brillante esta tu entrada...
Has tocado un tema tan profundo y de un modo tan delicado mostrando la crueldad de una enfermedad que borra la esencia de la persona, que oculta tras un cuerpo lo que uno es... dándole solo unos instantes de lucidez momentánea, que no solo sirver para admirar quien se es, quien se ha sido y quien tienes al lado, sino para recordar que eres en ese momento y cúan trise es la existencia humana a veces...

A colación de tu entrada anterior... no somos nada sin recuerdos, sin mente, sin conocimiento... solo un cuerpo inerte resignado a la fatiga extrema... la evasión de la mente y el anhelo de la muerte.

Jou, eres brillante.

Beso.

PD: Últimamente estás muy prolífico... me gusta tu mente pensante y creativa.

Jou McQueen dijo...

GAla: No es el post, sino la enfermedad lo que es conmovedor. Me alegra que te gustara la forma de relatarlo. Y sí, creo que somos todo esto que cuentas: pasado.
Gracias por lo de brillante, pero lo dudo... mi mente es más pensante que creativa, pero se intenta.
Gracias, como siempre por enriquecer con tu mirada.

Un saludo.

Dany dijo...

Estupendo JOU! y el relato es tremendo. Abrazo!

Jou McQueen dijo...

Gracias Dany.

Un saludo.