Se murió de hambre por no amar. Tal era su vació en el estómago
que lo engullo hacía adentro igual que una implosión. Entonces, justo
entonces, fue, cuando perdió la razón. Ese hilo de sensatez que aguantaba la
cordura se quebró sesgando la serenidad destripándola como un trozo de tela cansada de tanto usarse.
Y francamente, se presentó a su cita con la muerte. La
conoció sentado en la vía. Puedo descubrir que su mirada era tan fría como su
aliento y que el aplomo más absoluto te posee justo en el instante antes de
morir. Que el infierno no existe y el cielo, mucho menos aún. Que la vida, que
la perra vida, puede ser a veces tan traicionera como la circunstancia lo
requiera. ¿Por qué si no, que hacía un bombero paseando al mejor amigo del
hombre y no era una mujer, en ese frondoso bosque en el que el tren aparece de
la salida oscura de un túnel viejo extenuado de no poder cerrar la boca, ni el
culo tampoco? Salvándole.
Lo único que no quería era vivir. Y a vivir, le habían
vuelto a obligar.
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