La noche es
clara. Nítida como un cristal. Es la
hora de los pensamientos, de las tramas más alejadas de lo racional. Del vaivén
de consecuencias. De encontrar la razones que llevan al suicido. Al abandono
personal. A odiar los amaneceres, todos. Aunque, sin embargo, un día más, el
sueño se desvanecerá como lo hacen los sueños. Casi nunca, recuerdo lo que
he soñado si es, que lo hecho.
Ahora. Sobreviviré
igual que los vampiros al sol. Procurando moverme siempre por la sombra, en el
sentido más amplio de la palabra. Sin hacer demasiado ruido ni festejos, no
entiendo esa gente que siempre se ríe a voces, habla gritando y viven estridentemente.
Les cortaría la lengua, aunque seguramente, conseguirían continuar siendo
molestos. No me gusta el rosa. Creo que es un color sin carácter. Ni fuerza ni sentimiento.
Repipi. Por eso, nunca me acerco a las mujeres que visten de así. El negro es
otra cosa. La tenebrosidad me despierta una curiosidad insaciable, que a menudo
aparco en el arcén a la hora del rocío. Hay un sitio donde el horizonte es de
agua, en el qué puedo esperar el amanecer sin padecer; Incluso, todo lo
contrario es posible. Sentado en un acantilado, en ningún segundo he sentido el
impulso, en ese único sitio, de saltar al vacío, pues el vacío es eso, lo que
hay después –creo-. Sus risas me abandonaron con su persona y su olor, se fue
diluyendo entre la rutina de una vida, que a veces, creo que no es la mía. Las trompetas olvidaron su sonido alatado y
los coros murieron de soledad.
Vivo contando. Que
sin duda no es cantando.
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