Es cuando los pensamientos siempre anarquistas, empiezan
apoderarse de mi mente el momento sin yo pretenderlo, que mi cerebro, envía una
orden concreta a la mano derecha: Subir al máximo el volumen. Cómo si con más
ruido fuéramos capaces él o yo, de ahogar los delirios, nunca de grandeza,
entre un laberinto de música, palabras, sonidos, voces huecas, en la charca que
hay justo antes y a menudo, de llegar a la zona oscura.
La zona oscura es como un jardín dentro de un túnel. Sin luz.
Visitarlo significa tener una dependencia hacía él tan absoluta que parece
amor. Como amar también parece el estado de tranquilidad y gozo que da entrar
en ese prado gris. Tan sombrío es que mata a la sombra y sin duda, es lo mejor
que puede pasarte al estar allí; estar solo. Llorando, gritando, en silencio,
con los ojos abiertos o cerrados. Volando o incluso, arrastrándote como un
gusano entre miedos y hierbajos, por el barro o por el ego. Sin ver la luz, ni
una puerta, ni la salida. Y las voces dominan con un concierto vacío pero con
tal estruendo que hiela la razón. No hay un camino. No hay posibilidades. Únicamente
la casualidad. Igual que siempre. Dónde las flores están muertas.
Y comienzo a cantar. A gritos, intentando escupir a veces,
ideas. A veces razonamientos. A veces reflexiones y continuamente juicios. Sin
darme cuanta, que eso, es lo que pierdo. Observo por la ventana si el mundo
sigue detrás del cristal. El sol lleva millones de años brillando y yo, aún, no
lo he conseguido. Hay que seguir trabajando.