Tengo un gato. Es realmente muy curioso; cómo todos los
gatos supongo. Lo he encerrado en casa. No lo dejo salir nunca, pues una vez se
me escapó y anduvo deambulando por esos mundos de Dios a saber con qué gatas, a
saber porque tejados, durante tres días y sus tres noches. Fue entonces cuando
al regresar decidí aprisionarlo entre el comedor y el recibidor.
Se pasa la horas en la ventana. Mirando al exterior con tal
mirada de nostalgia que parece casi humano. Incluso, a veces, con la pata no sé
si acaricia el cristal o lo restriega intentado descubrir el tacto de la
libertad tan añorada. Su pulso parece detenerse al ver un pájaro volar o desbocarse al observar un gato o una gata
cruzar de un carrera la calle. Y cuando pienso que ya no soporta más la soledad
es cuando maúlla igual que Kurt Cobain en The Man Who Sold The World. Yo lo
observo todo sentado en mi sillón de las cuatro patas rasgadas por el estrés de
los días de lluvia.
Al abrir la puerta para irme siempre lo tengo detrás frotándose
entre mis piernas, cómo si me quisiera dar cariño para conmoverme y dejarlo
salir sólo una vez más, para disfrutar de lo necesario. La verdad es que no lo
comprendo; lo cuido, lo alimento, lo lavo, lo peino, le doy caricias, todo mi
amor, tiene un collar de diamantes, un pelo reluciente y unas uñas impolutas. A
menudo me gustaría poder hablar con él para comprender ese vacío que siente él,
que siento yo. Pero no puede ser.
Y al salir, me veo obligado agarrarlo y forzándole a que no
se escape mientras él se exalta con una furia que asusta, incluso en alguna ocasión en esta trifulca le
he pillado la cabeza con la puerta. Después vuelve hacía dentro con una
resignación que me causa dolor hasta a mí. Y es entonces cuando me pregunto:
¿Se fugará algún día o se someterá a la condena? Y cuando elija cualquiera de
las dos, ¿cuál será la razón?
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