En los últimos treinta años no le ha salido ni una triste cana. Y cuando lo conocí, ya debía haber pasado los cuarenta. Tampoco creo, que nunca haya ido a la barbería o a una peluquería. Es calvo. Y su peluca, ese casco de pelo que con tanta devoción cada mañana se esmera en colocarse lo expone más a la evidencia y a la investigación de los curiosos por ver dónde está el final de lo falso y el principio de lo propio. Y aunque corran con el riesgo de ser descubiertos, la mayoría pierde unos segundos, en observar a fondo el felpudo.
Siempre me he preguntado si es una cuestión de felicidad. De realización personal. De ego. De seguridad. De vergüenza. Un trauma. Quizás empezó a perder pelo demasiado pronto, igual que quien pierde a los seres queridos cuando aún son demasiado necesarios y anda perdido buscándolos en cualquier sitio o en su interior. Pero la verdad es, que al levantarse, después de asearse y a lo que más intención le pone es en la colocación de esa mentira en su cabeza. Distribuyendo con mino pues no quiere ver ni un ápice de testa. Puede porqué le recuerde a su desdicha.
Y sale a la calle. Tan orgulloso, tan altivo. Tan confiado de su melena al viento. Que no le importa si todo el mundo entrevé la verdad, porque vivimos en un mundo que sabe, nadie será capaz de no seguirle el juego. Pues cómo decía un pensador, los niños los llevamos a la guardería, los abuelos a los asilos y nos compramos un perro para hacernos compañía.
¿Será por qué no habla? La peluca digo, y el perro también.
miércoles, 22 de mayo de 2019
viernes, 3 de mayo de 2019
Borracho yo... tururu
Sentado en la barra de un bar; tan borracho que no sabía descifrar si con quien hablaba era aquel amigo de toda la vida o una imaginación, observaba después de un largo rato de conversación tendida fantasmas por doquier. Seguro que eran personas vivas disfrutando de la oscuridad de la noche. Pero, joder, cómo se complica todo cuando el cansancio de levantar el codo domina el horizonte.
El sitio, un bar de copas nocturno, era lugar de encuentro para todo tipo de espectros. Empecé a sentirme igual que el niño del sexto sentido cuando mi amigo, empezó a desenvolver su teoría sobre la vida fantasmagórica de las personas casadas. Cogiendo fuerza y brillo con cada muerto viviente que entraba por la puerta. La hipótesis era la siguiente: todo el mundo se cansa de la monotonía y como únicamente somos monógamos por obligación y nunca por devoción, a menudo, se siente la necesidad en muchas ocasiones agudizado por el consumismo del maldito capitalismo, de cambiar. La calcificación de las relaciones y la mudez de la conversación, activa igual que Cancer a la muerte la mentira en la vida.
De repente, entra un pececillo. Bonito. De colores. Con cara de ingenua sin serlo. Es relevante si es o no ingenua; no. No lo es. Y de golpe y porrazo, todo hombre que está allí sin saberlo, vuelve a sus ancestros y se hace cazador, recolector, pescador; primitivo. Y se alzan los párpados como lo hacen las cañas de pescar. Y de cada boca embrollada sale unas palabras a menudo descabellada, empapada de madrugada. I el pececillo que se siente acorralada y a punto de ser destripada por un montón de tiburones, huye.
Sin embargo, de día todo es distinto. Y los tiburones se vuelven pájaros. Las bocas embrolladas son palabras estudiadas y las verdades siempre a medias. Nadie quiere nada. Pero si queriendo o no, el pececillo muerde el anzuelo no dudarán un segundo en sacarlo del agua aunque eso le deje sin respirar. Pero no todo son pececillos inocentes e ingenuos.
Ni todos somos tan borrachos que los fantasmas ya sea, de noche o de día, nos pasen desapercibidos.
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