En los últimos treinta años no le ha salido ni una triste cana. Y cuando lo conocí, ya debía haber pasado los cuarenta. Tampoco creo, que nunca haya ido a la barbería o a una peluquería. Es calvo. Y su peluca, ese casco de pelo que con tanta devoción cada mañana se esmera en colocarse lo expone más a la evidencia y a la investigación de los curiosos por ver dónde está el final de lo falso y el principio de lo propio. Y aunque corran con el riesgo de ser descubiertos, la mayoría pierde unos segundos, en observar a fondo el felpudo.
Siempre me he preguntado si es una cuestión de felicidad. De realización personal. De ego. De seguridad. De vergüenza. Un trauma. Quizás empezó a perder pelo demasiado pronto, igual que quien pierde a los seres queridos cuando aún son demasiado necesarios y anda perdido buscándolos en cualquier sitio o en su interior. Pero la verdad es, que al levantarse, después de asearse y a lo que más intención le pone es en la colocación de esa mentira en su cabeza. Distribuyendo con mino pues no quiere ver ni un ápice de testa. Puede porqué le recuerde a su desdicha.
Y sale a la calle. Tan orgulloso, tan altivo. Tan confiado de su melena al viento. Que no le importa si todo el mundo entrevé la verdad, porque vivimos en un mundo que sabe, nadie será capaz de no seguirle el juego. Pues cómo decía un pensador, los niños los llevamos a la guardería, los abuelos a los asilos y nos compramos un perro para hacernos compañía.
¿Será por qué no habla? La peluca digo, y el perro también.
1 comentario:
Querido Jou, que alegria saber que aún está por allí, volcando estas historias (de calvicies y portadores que no se resignan a ellas) en un blog, gracias. Nos seguimos leyendo y, sobre todo, resistiendo a la caída de los blogs merced a la velocidad de tanto twitter...
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