No hay palabras. ¡NO! no las hay. O quizá las hay, pero ninguna consuela. Un sin sentido. Es un sentimiento sin nombre, y lo que he perdido, nadie más puede verlo. Porque no se ha muerto mi hijo —¿Cómo decirlo?— sino ese niño que fue. Y eso, que parece una sutileza, algo natural, es en realidad una tragedia silenciosa.
Cada día me repito que esto es lo habitual, que así debe ser. No hay camino mejor. Que crecer es bueno, que madurar es necesario. Pero todo mi ser se rebela, porque en lo más hondo de mi alma, en ese rincón donde no llegan las frases hechas ni las pedagogías modernas, yo sé que algo se ha roto para siempre. Y que no volverá. Una perdida sin entierro. Sin ataúd. Ni despedida y nadie, lo ha llorado más que yo.
No sé el día exacto en que ocurrió. Tal vez fue cuando su voz se quebró en un tono grave que no le conocía. O quizá fue al ver cómo cerraba la puerta de su habitación. He perdido al niño que decía “papá” como quien invoca a un dios. He perdido su manera de mirarme, de confiar ciegamente, de correr hacia mí sin miedo. Y ahora, en su lugar, hay un joven que me habla en otro idioma, no de palabras, sino de silencios. Que me ama, seguramente, pero lo dice menos, casi poco. Que me necesita, quizás, pero lo disfraza de independencia. Con errores y aciertos.
Y sí, lo confieso con vergüenza y con lágrimas, he sentido dentro de mí una especie de muerte. No pequeña, no simbólica, como una auténtica amputación. El niño que me buscaba la mano para cruzar la calle, el que cada noche se acostaba a mi lado o yo al suyo, y necesitaba que le rascara la espalda, aquel que hacía de mí un gigante. Y el hombre que llega, curiosamente creo, el que viene con dudas, silencios y rebeldías, todavía no lo puedo amar como amaba al niño que he perdido. Permanezco aquí, inmóvil, como un faro encallado en su roca, actuando una vez cada 360 grados, observando como se aleja en la barca que un día construí con mis propias manos. Y me pregunto: ¿Quién soy ahora que él ya no es un niño? ¿Sigo siendo su padre, o solo la sombra de un gigante que ya no necesita? Debo deseducarme.
¡Qué injusticia tan grande, esta de la paternidad! ¡Joder! Nos condena a amar a una criatura destinada a morir para dar paso a otra, desconocida. una metamorfosis. Como si cada padre tuviera que vivir no una, sino muchas muertes, demasiadas, y ni siquiera tuviera el derecho a duelo.
Pero lo más cruel y a a vez, lo más sagrado, es que esta pérdida es necesaria e inevitable. Si de verdad lo amo, tengo que aprender a dejar morir a ese niño mío, para dejar nacer al hombre que será. Debo aceptar que me pierda para, tal vez, reencontrarme un día en su memoria. Y así, mientras él sube, yo desciendo. Como las mareas. Como la vida.
Porque no es solo él quien ha cambiado. Yo también me he perdido en esta transición. Mi dictamen ya no existe como tal. Me había definido como padre a través de él, a través de su juego, de su llanto, de su risa. Ahora, sin todo eso, me siento como si me hubieran extirpado un órgano en lo más profundo de mis vísceras. Como si hubiera dejado de estar completo. Y por primera vez, hubiera conocido el vacío infinito.
La gente habla de la infancia de los hijos como de una etapa que pasa. Pero no: es una pérdida. Una muerte lenta y sin avisar. Y como todas las muertes, exige duelo. Y como todas las muertes, deja fantasmas. Yo los siento en casa. En los rincones de los juguetes abandonados. En es sofà cuando su mano ya no busca la mía. En las fotografías que ya no lo reconocen. En el silencio que queda tras cada puerta que se cierra. Y sobre todo, en la nostalgia.
Pero, ¡Ay, ahí está la paradoja! Esta pérdida no es un error, sino el camino mismo. No hay adolescencia sin ruptura. No hay adulto sin la muerte del niño. Y no hay paternidad que no implique perder, amar en la pérdida, sostener la mirada sin rencor, mientras el hijo asciende y tú, en silencio, decreces.
Me queda esto: Saber que lo he amado lo suficiente como para dejarlo marchar. Saber que cada pérdida que me habita es, al fin y al cabo, el precio sagrado de haber sido, de verdad, padre y de lo vivido. Pero nadie me arrebatará el derecho al duelo. Porque aunque el mundo me diga que está creciendo, yo sé la verdad, he perdido un hijo para ganar a otro. Y en este contrasentido cruel de la vida, el corazón se parte, pero no se rompe. Se le abre una cámara vacía, donde aún resuena el eco de una risa pueril.