miércoles, 8 de enero de 2025

De postre. (Versión 25)

 


Era un día tan rutinario como cualquier otro de los últimos treinta años. Me llamó para cenar, y fui. Me senté en la misma silla de siempre, en la mesa de la cocina. Un lugar gris y triste, con una ventana que daba a ningún sitio; un patio interior. ¿Para qué sirven los patios interiores, si no es para tender las bragas y las desdichas?

En el plato, un trozo de pescado a la plancha y unas patatas al vapor, tan insípidas como la escena, aunque menos que la vida misma. Empezamos a cenar en silencio. No estaba más callada que de costumbre, porque era imposible, pero sí igual.

Al coger un pedazo de pan, dejé caer una miga al suelo. Fue entonces cuando lo dijo.

—Ya no puedo más, estoy harta.

No alzó la voz ni un ápice, como si hablara del tiempo.

—No consigo ni dormir a tu lado. No te soporto. Eres un ser despreciable, y lo has sido toda la vida. Me tienes hasta el coño.

Ese último lugar, pensé, al que no había sido invitado en mucho, muchísimo tiempo.

—Por mí, te puedes morir —añadió con fría indiferencia.

Lo dijo mientras partía un trozo de patata, como si aquello fuera tan rutinario como el acto mismo de cenar.

—No lo sabía… Yo creía que estábamos bien —murmuré, sintiéndome pequeño.

—Pues ya ves que no es así. Hace mucho tiempo que no siento nada por ti, quizá solo… pena. Pero no quiero pasar ni un minuto más a tu lado. No quiero tu compañía para nada. Así que ya puedes marcharte.

Y me echó.

Y me fui.

Desde siempre me había reprochado ser un conformista en todas las facetas de mi vida. Y ahora, ni eso parecía molestarle.

martes, 7 de enero de 2025

La soledad de la mala compañía


Se arrastra la noche por callejones torvos,
donde las risas son ecos de gargantas secas,
y la mala compañía, con sus gestos sordos,
susurra mentiras que el alma interpreta.

Es un vals de espinas que sangra en los pasos,
un brindis vacío en copas de lodo,
es jugarse la vida en un mal parnaso,
donde cada verso te sabe a todo.

La buena soledad, en cambio, es alquimia,
convierte las horas en oro secreto,
te mira de frente, sin trampas ni prisas,
es un faro erguido en mares inquietos.

La mala te envuelve en piel de serpiente,
te promete abriles que nunca florecen,
te viste de fiesta, te envenena la mente,
te deja desnudo cuando desaparece.

La buena, sin embargo, es arte en penumbra,
el roce del viento en un cuadro sin marco,
la danza sutil de la luna que alumbra
el rincón oscuro donde escondes el tacto.

Es un piano roto que aún canta verdades,
un poema olvidado que nadie recita,
un reloj que avanza sin vanidades,
un brindis sincero que siempre te invita.

La mala compañía es reloj de arena,
pero cada grano te pesa en el pecho;
la buena soledad, en su calma serena,
te deja ser dueño del rumbo y el trecho.

Porque hay quien prefiere las jaulas de acero
antes que la llave de la libertad,
pero yo, que aprendí a bailar en el cero,
prefiero el abrazo de la soledad.

Así que me quedo con sus silencios nobles,
con la luz discreta que en la sombra estalla,
que la mala se marche, que no me incomode:
ya no hay sitio en mi mesa para su batalla.

Este es mi pacto, mi lección tardía:
que quien teme al eco nunca canta alto.
La buena soledad no es melancolía,

es un puerto sereno tras cada asalto. 

martes, 24 de diciembre de 2024

Ser hilo

Soy el hilo que une pasado y presente, una mezcla de historias que a veces se entrelazan y otras se deshacen como si nunca hubieran existido. Esa sensación de desarraigo, de ser ni esto ni aquello, me acompaña, pero también me impulsa a buscar mis raíces en los relatos de quienes vinieron antes.

Mi abuelo, Don Alfonso, aunque su verdadero nombre era Ildefonso, era el eje sobre el que giraba todo. Hombre de presencia imponente y un carácter lleno de matices, era tanto venerado como criticado. Un emprendedor nato que empezó en el negocio desde la nada, construyó un legado que todavía hoy sostiene a nuestra familia. Cuando murió, dejando a mi padre huérfano de padre, con solo catorce años, su figura se volvió mito: una mezcla de admiración y leyenda que nunca llegaron a aclararse del todo. Sus hijos continuaron su obra, trabajando incansablemente para mantener el negocio a flote y hacerlo crecer, pero siempre bajo la sombra de su figura.

Mi abuela, mientras tanto, era el corazón de la casa. Una mujer profundamente devota de su familia, capaz de cocinar los platos más deliciosos con el toque inconfundible del aceite de oliva de su tierra natal. Ella mantenía viva la esencia de ese pueblo andaluz de blancas casas, en cada receta, en cada gesto. Pero también tenía una línea divisoria clara: una devoción inmensa por la sangre de su sangre y un rechazo a menudo desmesurado por quienes no lo eran. Sus manos, curtidas por el trabajo, el dolor y el cuidado, construyeron un refugio donde la familia podía sentirse unida, aunque el mundo afuera pareciera ajeno y frío.

Eran extremadamente andaluces, jiennenses hasta la médula, con su acento, sus costumbres y su amor por la tierra que habían dejado atrás. Llegaron a es pueblo catalán de calles empedradas con las manos vacías pero el corazón lleno de su cultura. Su aceite de oliva impregnaba cada plato como un recordatorio de sus orígenes, de esa tierra que habían perdido por culpa del hambre, la guerra civil y las injusticias de ser rojos en un tiempo en que eso se pagaba caro.

La historia de mi familia es un mosaico de contrastes. Mis abuelos, Ildefonso y Francisca, levantaron un legado desde la nada, dejando a sus seis hijos un patrimonio que hoy me permite vivir más que bien. Pero, como el azucarillo en el café, cada generación ha ido diluyendo un poco las raíces. Hoy, los nietos y bisnietos somos un reflejo diluido de aquella herencia, ni completamente andaluces ni plenamente catalanes, especialmente en una época en que las identidades se polarizan y los estereotipos pesan más que nunca.

Y, sin embargo, en este punto intermedio, siento que soy el hilo que une pasado y presente. Aunque a veces me invade esa nostalgia extraña, esa sensación de que una parte importante de mi persona se desmorona en el tiempo, también entiendo que las raíces no desaparecen del todo. Viven en los relatos, en los sabores, en los recuerdos que intento mantener vivos. Porque, al final, lo que somos no está en un lugar ni en una etiqueta, sino en la historia que decidimos contar y en cómo la llevamos con nosotros, como un hilo invisible que nunca se rompe.

Ser hilo no es fácil, pero sí es fortuna. 

sábado, 31 de agosto de 2024

Nanas de Besos Perdidos

Besos que di y no di,
en noches largas y frías,
a ángeles rotos y ciegos,
a demonios de miel y espinas.

En antros de almas perdidas,
donde la tristeza habita,
se ahogaron mis labios tristes
en guaridas sin caricias.

Besé a un ángel sin alas,
con labios de pólvora fría,
y al demonio en su locura,
le di besos de ceniza.

Pero hay besos que no fueron,
que la luna no bendijo,
se quedaron en sus labios,
como duermen los olvidos.

Besos de infancia, dulzura,
que en la niñez sabían
a caramelo y a tierra,
al sol de las travesías.

Busqué esos besos de niño
en la desventura adulta,
en amaneceres torpes,
atardeceres sin culpa.

Besos como una victoria,
que escupen luego su rabia,
besos como una derrota
que sangran entre palabras.

Besé por besar un cielo,
un párpado y su quebranto,
y esos labios como un fusil,
me dispararon al llanto.

Besos que saben a nada,
que en la boca se hacen grises,
besos de lluvia que mata
lo que el corazón bendice.

Y así se pierden los días
entre labios fugitivos,
besando lo que no tuve,
besando lo que no vivo.

Hoy, al borde del espejo,
cuento besos y delirios,
besando los que se fueron,
los que nunca fueron míos.

Besos que di y no di,
en noches de sueños fríos,
buscando en bocas errantes
los besos de tiempos idos.

En antros que eran refugio
de los desalmados tristes,
donde las sombras te nombran,
donde el pecado persiste.

Besos robados al viento,
besos que nunca se dieron,
aún vagan por las calles,
como vagan mis desvelos.

Y yo beso en mi reflejo
los besos que nunca tuve,
los besos que di en el miedo,
los besos que en otros dudé.

lunes, 18 de diciembre de 2023

Ni el Elvis ni un croissant.

 

Días atrás vi el biopic de “Elvis”. Y, ¡Joder!  Salí alegre. A parte, la película me gustó mucho. Puedo decir que a mi edad estoy mejor de lo que estava él. No con el mismo chorro de voz, pero físicamente, sí, mejor. Seguramente, aun así, él, debía follar mucho más.

Os cuento esto, porqué con mi inmersión en el mundo digital, ya de mayor, con los reels sin descanso, uno detrás de otro de forma infinita que van apareciendo en mi aparato móvil tropiezas con casi de todo, y en medio de este descontrol de videos, mucha gente que sin acreditar nada, te dicen cómo y qué debes hacer. Por suerte y por ahora, aún no pueden recetar. Y yo que no soy muy crédulo ni demasiado autocritico, no sé de que forma uno de esos me convenció de que debía apuntarme al gimnasio, pues según contaba, a partir de cierta edad en la que me situó él, no yo, se pierde musculo. Siempre he sido más de grasa de que musculo, me asusté, y al gimnasio me he apuntado. Debió ser cuestión de la repetición. O eso quiero creer, si no, me da miedo que ha ocurrido.

No he estado nunca en la selva, ni tampoco en un corral de pavos reales, pero creo que puede ser algo muy parecido a eso. Ya llevo un par de meses disfrutando de los tours entre las máquinas de musculación y caray, que bien me lo paso. Mi mente es un bote a la deriva en medio del rio amazonas. Con llamadas de apareamiento de esas fieras, pobres diablos, pavoneando por aquí y por allí; bbrrrt brrrrt, pio pio pio, quickiriki. Abundan los machos y las pocas damiselas que procuran por su físico igual que las abejas  por la colmena yendo de un lado a otro, observan como ellos hinchan su pecho, en este caso los pectorales, ensanchan sus espaldas ejercitando el trapecio y el deltoides, se ponen de puntillas hinchando las patas o sea, sus cuádriceps y se agarran igual que un náufrago a su tabla, a las mancuernas (que me suena a partes nobles, desconozco el porqué) sin embargo, me parece más cómo si procuraran agarrar todos sus miedos escondidos debajo de toneladas de músculos y proteínas. Agarrándolas fuerte y quien más miedo o inseguridad me parece tener, más grande escoge la mancuerna.

En cada nuevo ejercicio, al sentarme para proceder, tengo, siempre, que sacar la cantidad de peso insensata que levantan los gallos de mi corral, debo parecer el patito feo o mejor, flojo. Los observo y todos, están más rato parados que ejercitando el volumen desmesurado de carne que como dunas en el desierto se escapa por esas camisetas anchas de tiras, incluso, algún pezón. Un día, fui temprano al bar de una amiga, amiga por qué no quiere nada más, siempre que estoy allí me hago el gracioso porque los pectorales aún no los puedo hinchar lo suficiente, y me pidió ayuda pues tenía que poner los croissants en el horno. Y, ostras, me quede cautivado como esa masa congelada cogía envergadura, se inflaban lo mismo que los chavales que miro, que paradójicamente ayer eran  niños delgados y cuando los vuelves a ver; son croissants.  Aclaro que, a mí, con tan poco tiempo y peso que levanto, aún no se me nota el horneado.

Y mientras no entrenan ejercitan la mente con el móvil. Están más rato con el móvil que entrenando, ¡Deben tener un cerebro enorme! Una serie de 10 y 10 minutos con el teléfono. Desconozco el tiempo que se pasan en el gimnasio, pero estoy seguro que, si lo pasaran aprendiendo o procurando mejorar el mundo, la tierra sería un lugar mucho mejor. Pero claro, para un brrrt, brrrt, un pio pio pio o un quickiriki, se tiene que estar allí, al acecho.

Lo de mirarse en el espejo en cada ejercicio con mirada de vicio y es un espejo, repito, lo dejo para otro post, o dos más. ¿Por qué lo harán? ¿Se deben gustar? ¿O es parte de la inseguridad? Debo intentar no perder la cordura. 

Seguiré intentado parecer gracioso pues no soy Elvis ni un croissant. De momento.