Rompió a llorar, con llanto desbocado. Supongo que lo que sentía debía de ser vergüenza. La conocí pocas horas antes en cualquier bar oscuro, de los que llenaban los suburbios bajos de esa vieja ciudad. Taberna que frecuentaba con tanta asiduidad como el de al lado. Al presentarse se puso a sollozar, contándome que su marido la había abandonado. Que necesitaba un bombero, para apagar el fuego de su interior y aunque parecía una escena muy caliente, no lo era. Los cabellos sucios, la ropa de un color rancio, los zapatos llenos de barro y el rímel que le bajaba por la mejilla y seguía cuello abajo. Olía, a no conocer el perfume, ni el desodorante, ha haber olvidado la ducha y el aseo personal.
Con todo, la invite a mi motel, estaba de paso. Quizás si se duchaba, dormía un rato y desayunaba bien, podría volver a la vida de otra forma, con otra cara, con otra esperanza. Por eso, solo por eso, la invite a mi habitación. Y así fue, se ducho, durmió, y al levantarse desayuno tal niño hambriento, sin miedo al ridículo, solo dominada por el ansia. Y luego, me lo vino agradecer con un beso, un dulce beso, que no llegó a más. Esa misma mañana, me tuve que ir, le conté que al mes siguiente volvería por allí, que si quería, nos podíamos encontrar en el mismo bar, pero que ya sería distinto, porque solo hago favores así, a los desconocidos.
Al volver al pueblo, volví al bar, con esperanza porque negarlo, de encontrarla mejorada, alegre, sonriente y con ganas de vivir. Pero no fue así, estaba igual o peor que le primera vez, lloraba, casi no me recordaba, más delgada, con peor cara, decía que su marido la había abandonado, que necesitaba un bombero, que le apagara su fuego. Que lo cambiaría todo por amor, que solo necesitaba un poco de cariño de calor, de dinero. La miré, le pregunté a ver si su marido se llamaba heroína y su desamor; adicción. Sonrió y me dijo; tú me conoces. Y por conocerla, la lleve a la habitación de mi motel, no repito favores le conté y luego, suavemente la mate.
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