Al entrar en casa, su esposa estaba en la cocina acabando de
preparar la cena. Cenó pausadamente, se sentó un ratito en el relax mientras
dejaba el televisor encendido y obviaba lo que daban, justo el tiempo necesario
para que le entrara ese dulce sueño e ir a la cama. Al día siguiente tenía que
madrugar.
Rebobinemos. A media mañana, abandono su puesto de trabajo en
aquella infausta oficina, se subió al coche y se sumergió, a todo volumen,
rockanroleando, en una ola de ilusiones, locuras, pitillos, cervezas frías,
amigas y carreteras secundarias repletas de moteles. Camino al mar. A ese
inmenso mar donde el creía podría ahogar aquella maldita y pegajosa tristeza,
que tanto hacía, se había pegado a su piel. El tiempo, agrió su carácter y el de
su señora como la lluvia moja la ropa, hundió los versos en las más necias
frases y consumió las ilusiones igual que se consume el tabaco. Desde ya hacía
mucho la aflicción reinaba en sus vidas y ninguno hacía mucho para vapulearla. Hasta
esa mañana, sin saber muy bien por qué.
En el camino, dejó horas perdidas, bragas abandonadas,
colillas, vasos vacíos, amantes, sudor, saliva, lagrimas, fábulas desmentidas y
saber cuanto más. Al fin, se plantó, solo, de pie, en la playa, frente a la mar
y con paso firme, metió la primera pierna en el agua. Aún, seguramente, no
le llegaba a la rodilla, cuando de repente, se giró y gritó:
-
¡Podrías hacer el favor de devolverme a mi casa! El
agua esta helada. Vive tu lo que quieras vivir, pero a mi, regrésame a mi hogar,
que si no he cambiado nada, será, porqué así lo prefiero.
Supuse, que era a mí a quien lo gritaba.