Despierto. Recuerdo que he soñado mitades. Mitades de todo:
de cuerpos, de paisajes, de lugares, de caras, de cielos, de espejos, de
ventanas, de pájaros, de palabras, de frases, de hechos, de pasados y de
conversaciones. Desconozco el por qué y eso me inquieta. Lo primero que hago es
mirar la cara de mi compañera y la observo al completo. Quizás, me pase porqué
una parte de mi no quería soñar con eso o por tener la sensación de que me
falta la mitad de algo. Sigo con mi rutina.
Media mañana. Le pedio a la camarera un bocadillo de jamón y
al traérmelo veo que es un mini, o sea, la mitad de lo que pedí. De repente, recuerdo
lo soñado, todas esas mitades. Al dejarme el bocata me dice sin saber yo el por
qué -ando buscando nuevos horizontes- cómo quién busca la pareja de ese calcetín
que lleva tanto tiempo tan solo en el cajón que casi ya hemos olvidado que una
vez, fueron dos. Por unos segundos me imagino de capitán del barco en el que
ella intenta en los mares del sur, encontrar esos nuevos horizontes. La culpa
de estas fantasías, es de mi padre, pues de pequeño me contó que nuestra familia
descendida de unos piratas de los mares del sur y, desde entonces, la imaginación, a la que puede, carbura disfrazarme
de pirata y navegar por fuertes olajes naufragando, a menudo, en pequeños
islotes, donde conocer la soledad. Me muerdo la lengua, como señal inequívoca,
que estoy de cuerpo presente pero con la mente en otro lugar. ¿Pueden ser esas
mitades mías, que siempre viajan a sus anchas, las que ando buscando ensueños?
No lo sé.
Medio día. Suena mi teléfono. Descuelgo y la voz de una
anciana empieza a llamarme Juan.
-
Disculpe señora, pero creo que se equivoca, no soy
Juan. Le digo.
-
Juan ¿me oyes? Ella insiste. Creo que no me escucha.
-
¡No señora, que no soy Juan, aquí no hay ningún Juan! Alzo
la voz, pues creo que es un poco sorda.
-
¡Bueno, pero no hace falta que me chille! Me dice.
-
Ah! Es que creía que no me oía…
-
Soñé contigo. Me suelta.
-
Lo dudo. Contesto.
-
Que sí hombre, que sí. De cuando éramos jóvenes. De
todos esos buenos ratos que pasamos. ¿Te acuerdas Juan?
-
La verdad es que no. No sé bien como actuar.
-
¿Cómo te vas acordar si estás muerto? Ay Juan, siempre
has sido igual.
-
¿Y donde me has llamado? Pregunto, sobrecogido.
-
Cada noche vivo una nueva juventud, en cada sueño, una
vida distinta a la real, contigo, como antes, un aliciente, para vivir un día más.
-
Pues… hasta esta noche, me despido, como difunto marido.
Cuelgo.
Me da miedo ser un difunto marido y me da miedo que vuelva a
llamarme. Dudo que pueda soportar otra conversación como esta, porqué casi
nunca acaban bien. Abro la nevera y observo una botella de vino a la mitad, por
unos segundos, no sé si está medio llena o medio vacía.
2 comentarios:
Certera prosa.
Saludos.
Gracias Jorge.
Un saludo.
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