Soy parte del mobiliario. Paso tanto tiempo naufragando las
penas en esta silla que creo, que la madera es una extensión mía o, mejor dicho,
yo suya. Hay una tormenta cargada de relámpagos y truenos, de nubes y lluvia,
que no cesa des de hace demasiado aquí, justo en el centro, ese espacio tan necesario
para pensar de mí cabeza. No sé. Quizás es un mosquito hambriento que un día me
entró por un oído y se quedó allí, picando sangre de mi cerebro cuando tiene
hambre o sed, que más dará, irritando la zona.
La pensión que me deja la jubilación me da, para entrar a
este bar cuando abren e irme al cerrar. Si no me la estuviera dejando toda en
su bar, prometo de heredera a esta camarera que con tanta paciencia me trata.
Al llegar tomo un café con coñac. Leo la prensa hasta que el sueño me da para
una cabezadita y cuando despierto me espera otro carajillo para abrir el
apetito. Como temprano, un plato del menú y bastante vino, en café siempre me
ha gustado, será por eso que de postre me lo trae con anís. Después, poco
después, otra cabezadita. Y al despertar un vino y esperar que entre esa mujer
cincuentona, que aún está de muy buen ver a tomarse un café con leche,
normalmente acompañado con una magdalena. Yo, para hacerme el interesante y
porqué a media tarde se me pone como Dios, saboreo un gin-tonic. Luego ella se
va, despidiéndose de forma muy educada y observo otra vez la tormenta. Una tostada,
dos cervezas frías, incluso en los días duros de invierno, un “Hasta mañana” y
un “Dios dirá”.
El paseo hasta el piso
donde acabo de pasar las horas que restan, es la soledad en estado puro. El silencio,
el único pensamiento que es llegar por unas ganas horrible de mear. Meo y a dormir.
Entonces, sueño.
Entonces, sueño.
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