Me decía un amigo: -Recuerdo, con apenas los diez años
cumplidos trabajando o más bien ayudando en la empresa familiar los tres meses de verano,
mientras los demás niños disfrutaban de la esperadas vacaciones del colegio,
para comprarme mi primera bicicleta ¡Era roja! Me creía un caballero encima su
corcel, orgulloso de cómo la había conseguido. Pasé tanto tiempo en la empresa
de mi padre… desde pequeño disfrutaba viendo cómo se hacían aquellos
maravillosos postres tan clásicos en mí tierra. Era inmensa. ¡la recuerdo
inmensa! Con bastantes trabajadores y mi padre siempre allí, trabajando,
empujando, labrándonos un futuro mejor, o eso creía.
El silencio. Por unos segundos el silencio. En su rostro, se
dibujaba la fuerza con la que apretaba la mandíbula. En sus ojos lágrimas frenadas por no parpadear a conciencia y su mirada perdida, concentrado en no
romperse.
Y continua: -Ahora, cada vez que llamo a Siria y me cuentan
cómo están las calles, los barrios, la fábrica de mi familia, bombardeada,
destrozada.
Otra vez el silencio. Su silencio. La impotencia, la incomprensión.
Y dentro de mi cabeza, una idea ininteligible. Inconcebible: ¿Es posible
asimilar el bombardeo de toda tu infancia? ¿De cada uno de tus recuerdos? Y,
más aún, ¿Cómo crear recuerdos de infancia creciendo en un constante bombardeo,
en una guerra?
Maldita guerra. Maldito negocio el de las armas. Malditos beneficios
con tanta barbarie. Malditos todos los que de alguna u otra forma incentivan el
genocidio. Maldita guerra.
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