jueves, 9 de febrero de 2017

La guerra

Me decía un amigo: -Recuerdo, con apenas los diez años cumplidos trabajando o más bien ayudando en la empresa familiar los tres meses de verano, mientras los demás niños disfrutaban de la esperadas vacaciones del colegio, para comprarme mi primera bicicleta ¡Era roja! Me creía un caballero encima su corcel, orgulloso de cómo la había conseguido. Pasé tanto tiempo en la empresa de mi padre… desde pequeño disfrutaba viendo cómo se hacían aquellos maravillosos postres tan clásicos en mí tierra. Era inmensa. ¡la recuerdo inmensa! Con bastantes trabajadores y mi padre siempre allí, trabajando, empujando, labrándonos un futuro mejor, o eso creía.
El silencio. Por unos segundos el silencio. En su rostro, se dibujaba la fuerza con la que apretaba la mandíbula. En sus ojos lágrimas frenadas por no parpadear a conciencia y su mirada perdida, concentrado en no romperse.
Y continua: -Ahora, cada vez que llamo a Siria y me cuentan cómo están las calles, los barrios, la fábrica de mi familia, bombardeada, destrozada.
Otra vez el silencio. Su silencio. La impotencia, la incomprensión. Y dentro de mi cabeza, una idea ininteligible. Inconcebible: ¿Es posible asimilar el bombardeo de toda tu infancia? ¿De cada uno de tus recuerdos? Y, más aún, ¿Cómo crear recuerdos de infancia creciendo en un constante bombardeo, en una guerra?
Maldita guerra. Maldito negocio el de las armas. Malditos beneficios con tanta barbarie. Malditos todos los que de alguna u otra forma incentivan el genocidio. Maldita guerra. 

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