Transitamos por la vida sin parar demasiado a reflexionar. Intento
aprender a meditar, sobre muchas cosas, pero sobre todo, sobre mí, yo. Y siempre,
cuando lo hago, descubro lo mucho que me desconozco. Crees, a menudo, que lo
tienes todo más o menos bajo control, en un orden bastante bien llevado. Haciendo
lo suficiente porque de lo que te rodea, no se escape demasiado nada, estando,
siempre que crees necesario estar. Y, sin embargo, la perplejidad.
Asoma detrás de una sorpresa que te parece incomprensible o
que ni siquiera quieres y crees que debas, intentar interpretarlo. A menudo
mejor es no hacerlo. Sabes que hay quien nunca te va a pillar desprevenido. Y no
lo hace. Sabes que hay con quien debes estar en guardia, y lo estas. Pero la
cuchillada en el costado, el frío filo entrando lentamente es una invitación a
la reflexión. Para desenredar la perplejidad. A fuera llueve. La niebla se
levanta del suelo y enturbia los pensamientos y la visión.
La piel se estropea con las canas. No me molesta. Ne me da
miedo envejecer. No me da ningún miedo dejar de ser joven. No deseo serlo eternamente.
Para nada. Soy firme o creo serlo. Andar por el camino y cuando haya que
pelear, hacerlo. Cruelmente realista. No obstante, al cruzarme con la
perplejidad tiemblan los cimentos convirtiéndose cada reflexión en únicamente
una teoría.
¿Para qué sirve teorizar?
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