Todo
había cambiado mucho desde que abandoné los hábitos. Mi vida había dado un
vuelco enorme y, cuando giré y cambié de vida, pensé que sería feliz. Siempre
he tenido fe, pero estaba harto de no poder amar. A veces el amor me dolía y se
me hinchaba el pecho y casi no podía respirar. Sólo sentía ganas de verla, de
abrazarla, de besarla. Y el negro ensombrecía mis anhelos de gritar su nombre.
Pensaba que si abandonaba, si dejaba de ser un monje, conseguiría ser feliz.
Pero
ahora destrozo las flores con las que en el pasado la quise conquistar: las
piso, las muerdo y las tiro contra la pared. No lloro de dolor, sino de rabia. Ahora ya
es demasiado tarde para sentir nada que no sea odio. Perdí el amor y me siento
vacío. Como si mi cuerpo fuera una cáscara sin nada dentro.
-
Te
agradecería que ese tipo saliera de mi lado de la cama y tú te apartases de
encima de él –le dije.
No
contestó. El hombre era negro. Dos veces más fuerte que yo. También parecía
mucho más resistente. Hijo de la gran puta. La había estado observando antes de
entrar en casa. Había oído sus gemidos de placer. Creo que jamás había follado
conmigo como lo estaba haciendo con ese desconocido. Sentí mi corazón partirse
dentro de mí y caí al suelo, sin sentido. Me contaron que un negro me había dejado
a la puerta del hospital. Querían saber mi nombre y quién era el desconocido
que me había llevado al hospital. Me llamo Joaquín, contesté.
No
tenía nada serio. Tuve una angina de pecho. Me inundó la ira. Quería matarlo.
Pero como era más fuerte que yo, decidí no decir nada, no golpearlo ni herirlo.
Me lo quedé todo para mí y debía ser mucho, porqué no pude soportarlo y me dio
un achuchón. Me supo mal que me tuviesen que llevar al hospital. Ella no estaba
y no la volvía a ver.
Cuando
los descubrí, me vino a la cabeza el día que mi padre me dijo: “hijo, ponte a
cura”. Me di lástima de mi mismo. Entonces le hice caso. Estuve cinco años en
un monasterio. Pero la conocí en una visita a la ciudad. Mis ojos
tímidos se encontraron con los suyos y yo jamás habría podido imaginar un sol
tan cálido. Era primavera.
En
mis años de meditación y vida religiosa estuve con muchos padres. Allí había
sólo hombres. Y yo imaginaba unos ojos de luz. Quizá soñé con ella antes de
conocerla. Siempre lo había pensado. Pero también siempre había pensado que
nunca jamás volvería a estar solo. Ahora descubro que las cosas que piensan que
son verdad, no siempre lo son.
En
nuestro convento comíamos de lo que nos daba la tierra. En algún lugar
oí que si no trabajas con el corazón, con la ambición del buen ejercicio, date
la vuelta y vuelve a casa. Cómprate un hierro fuerte y trabaja la tierra. Yo , como nunca
supe hacer mucho ni poco, ya me puse a trabajar la tierra directamente. Estaba
dura. Y las cebollas eran una mierda. Estaba harto de esa vida. Quizá por eso
cuando descubrí sus ojos de luz, me gustaron tanto.
El
pan era obra mía y del señor, pero se lo comía el padre Ambrosio, que era gordo
y cabrón.
Yo
estaba todo el día en el campo. Trabajando. Era lo mejor. Porque o trabajabas o
hablabas con el señor. Los hermanos no dejaban de orar durante horas. Hablaban
con el señor. Pero yo siempre había sido muy callado. Y una vez le había
preguntado que cómo estaba y todo eso, no sabía qué más decir. Me quedaba
agazapado haciendo como si hablara con el señor. Pero ni él habló nunca conmigo
ni yo supe jamás qué preguntarle.
Miraba
por la ventana. Se
veía Castilla, larga y ancha, desierta, sin nada, con olor a arena y sequedad.
El cielo infinito invadía todos los rescoldos de todos los lugares. Lugares de
arena. Sin agua. Castilla era fría o ardiente, seca, infinita. Me gustaba mirar
por la ventana durante las largas tardes de invierno.
Cuando
cayeron los primeros misiles y tuvimos de encerrarnos en los edificios y casas
y vivir bajo tierra, fue como si el mundo se hubiese convertido en atroz
veneno. Desde entonces, extraño Castilla.
No
conocíamos el televisor, la radio ni el cuerpo de una mujer. Tan carnal y
pasional. Lo cierto es que era una vida muy perra. Era especialmente triste no
saber de las formas del cuerpo femenino ni de sus recovecos o de su olor y del
tacto de su pelo. La extrañaba: a la mujer en general y de casi todas en
particular, pero con especial fuerza y virulencia ansiaba encontrarla a ella.
Lo
peor de todo era el aburrimiento. Las noticias más apasionantes eran el restriñimiento
de padre Pablo o la facilidad de padre Juan. El sol salía siempre por el mismo
lugar. La luna pocas veces se nos descubría. Los inviernos eran fríos y los
veranos calorosos. Muy calurosos para tanta sotana. El negro chupa el calor, y
yo extraña otro modo de chupar, aunque nunca me imaginé que la llegada del
negro pudiese doler tanto.
Estuve
cinco años encerrado en una prisión voluntaria. Por más estúpido que parezca,
fue así. Lo peor de todo es que tuve tiempo de pensármelo. Nos pasábamos el día
reflexionando. Yo reflexionaba muchísimo. Pero tarde cinco malditos años en
reflexionar, en saber que estaba perdiendo el tiempo. Esa vida no era para mí.
Ser católico me había supuesto tener demasiada soltura para malbaratar tiempo.
Y, entonces, tuve prisa.
Era
un día de primavera. Recuerdo el campo en flor y las abejas y las margaritas,
que soñaba desflorar… Digo desojar. Era un día fantástica. Estaban bendiciendo
las lentejas con chorizo. Y yo estaba dispuesto a largarme sin pausa.
-
¿Dónde
vas hermano con la maleta? –me preguntaron.
-
A
ningún sitio – contesté.
No
estaba dispuesto a marcharme sin comer. Después del almuerzo fue cuando les
dije:
-
Aquí
conocí la soledad y me voy a olvidarla.
Y
salí por la puerta cual conquistador a descubrir nuevo mundo. Pero no estaba
preparado. En dos días hubiese vuelto al monasterio. Eso de la libertad es
profundamente cansado.
Me alojé en una pensión vieja de una calle vieja en
una ciudad vieja de un país viejo. Y, allí, soñé con mis futuros próximos, porque hay mil futuros
siempre, aunque luego eliges a uno u otro. Un futuro diferente para cada
instante.
Busqué, busqué y al fin encontré trabajo. Yo jamás
me había preguntado como llegaban a la mesa ni las lentejas ni el chorizo, pero
pronto comprendí que Dios sólo las enviaba a la mesa del monasterio. No había
lentejas para mí en mi mesa y tuve que trabajar.
Tampoco me había ido mejor con mi vieja enemiga
llamada soledad. Me acompañaba a todas partes. Trabajé como mecánico. Provoqué
tres muertos y dos heridos graves por no saber cambiar las ruedas
correctamente. Trabajar cuesta y uno tiene que aprender. Me compré un piso un
poco más grande que la habitación de la pensión para no chocar de bruces tantas
veces con soledad. Nos iría mejor y tendríamos más espacio.
Pero un día de otoño al salir del trabajo, cuando
el ocaso pintaba la tarde de un amarillo apagado, la conocí. Trabajaba
en el restaurante, cerca de mi piso, donde yo cenaba. Le sonreí y me fui a
dormir. Al día siguiente, lo mismo: le sonreí y me fui a dormir. Pasó un mes y
me dijo: ¿qué miras atontao? Seguí
sonriendo y una vez me sentó en mi cama y se puso encima. Sus gemidos me
provocaban espasmos de placer. Le acariciaba el pelo y los ojos. La miraba. Era un ángel.
Terminó. Se vistió y yo la
miraba. La había soñado siempre así. Medio desnuda. Me dijo:
¿qué miras atontao? Y ya nunca jamás
pude dejar de sonreír hasta que la descubrí una mañana negra con otro.
El negro era el diablo y no tenía cuernos. Pero,
diablos, qué jodido cuando te ponen los cuernos. Los maté. Ella lloro sangre,
pero él desapareció cuando le disparé.
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