Tengo un ser indefinido metido dentro de la cabecita. A veces
la da por bailar, a veces por cantar, a veces por cantar y bailar. A menudo
parece estar dormido. En silencio. Otras toca el violín, la guitarra, el
violonchelo, el tambor. Hay días en que hace una sinfonía, la mayoría
únicamente estruendo. Quiero pensar que se encuentra a gusto en mí y yo, no sé
si debo decir lo mismo.
Puedo asumir que soy cómo un planeta, un microcosmos. Dicen,
porqué nunca me he puesto a contarlos, que en nosotros habitan unas 48 billones
de bacterias, unos 60 billones de virus y miles de millones de hongos. Que en
nosotros hay unos ecosistemas muy diversos, húmedos cómo una selva tropical en
la nariz o áridos como los desiertos en el antebrazo donde habitan estos
microorganismos. Es decir, que una mitad del cuerpo es humano y la otra no lo
es. Y lo más jodido de todo es que ese microcosmos tiene un efecto en nuestro
peso y yo, creyendo que ser gordo era culpa mía. He vivido engañado toda la
vida ¡Putas bacterias! Puedo asumirlo, ya lo he dicho, que vivan en mi ese sinfín
de extraños microbios que nunca conoceré, quien sabe si entre ellos hay una
relación cordial, igual que entre vecinos. Por mi tamaño diría que soy un
sistema solar. Quién pudiera dar el salto al espacio interestelar.
Sin embargo, el chimpancé que hay dentro de mi cabeza, llamémoslo
así por ser la parte de mi menos evolucionada si es, que tango algo de la
evolución a parte del lenguaje, pues soy de los que pueden mover las orejas,
tengo restos de cola en el coxis y el palmaris longus que su ausencia es signo
de evolución, sobresale en mi antebrazo con todo su poderío igual que lo hacía
15.000 años antes. Domina el día a día presionando a un lado o al otro del
cerebro, creando dudas, dolores, quebraderos de cabeza.
Quisiera exterminarlo, pero que sería mi vida sin la duda.
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