Las fiestas de
navidad a parte de ser un farsa, unos cuantos besos de judas, son un calvario. Un
procesión de hartazgos entre aguantarnos y comidas. Por fin han terminado los
abusos de calorías y confianzas. Podría escribir
una a una cada mentira, cada comportamiento, cada actuación, ese museo de cera
en cada comedor y en cada cocina. Un sinfín de conversaciones que nacen
muertas, derribadas por el desinterés. Después, al terminar, nos marchamos bien
lejos, da igual si son 15 o 15.000 kilómetros, hasta el reencuentro. Confundidos por la
estimación, la melancolía y el alcohol.
Nadie dice lo que
piensa. Y jamás hablamos sin pensarlo. Como una actuación desastrosa, con males actores y peores representaciones. Para comer
igual que si no hubiera un mañana e hincharnos de todo y todos. Escondiéndonos detrás
de nube de felicidad porqué el macias es nato hace dos mil y pico de años,
liberándonos a todos de nuestros pesares, mejorando un mundo que por nosotros
mismos, los humanos, egoístas, malvados y viciosos, sin él, ni ellos, todo su
séquito, jamás seriamos capaces de salvar, del juicio final, del apocalipsis
de nuestras propias malas compañías. Tal es su importancia, que contamos los años antes de cristo y después de él.
Un protector de
estómago. Algo que nos ayude a digerir la sopa, el pollo, el turrón, el pastel
en definitiva. El ruido de los intestinos, de las vísceras, de las entrañas nos
remueven el estomago, la salud, y el mal estar, hasta que no podemos hacer una
buena cagada y deshacernos de tanta mierda. Y claro está, para un ateo
empedernido como yo, gracias a Dios, es un sin sentido más, tan absurdo como la
vida.
Feliz fin de
fiestas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario