A menudo soy capaz de ausentarme de mi mismo. Desconozco muy bien el funcionamiento. No sé si es que un alguien invade mi cuerpo y toma las riendas de mis actos o soy yo que salgo de él, igual que quien sale de una habitación y espero alejado a ver que hago. Lo más curioso es que todo pasa estando despierto. Consciente.
Es como moverse en un avión o en tren. Te dejas llevar hacía una situación concreta sin poder dirigir los actos. Estar dentro un autómata sin capacidad alguna de rascarte la nariz si eso es lo que realmente te viene en gana. Un impulso, una atracción incontrolable, un magnetismo dictatorial me somete a sus vaivenes igual que el mar a los marineros cuando el puerto queda lejos y la tempestad es un transito que se debe pasar de la mejor manera posible. Hay quién incluso, al jugárselo todo disfruta de la sensación, creo que no desean llegar a ancianos. Unos instintos animales se reúnen en la boca del estómago con una intensidad casi desmesurada en busca de una explosión en un equilibro tan extraño cómo la noche y el día. Donde los amaneceres y los atardeceres son tan necesarios que surgen al adentrarse en la oscuridad o al salir de ella. En un vuelo a ras de suelo al que no damos la importancia que requiere, de una nota musical bien puesta, en su lugar concreto, en el segundo preciso. Cuando algo empieza.
Después. Unos momentos después regreso a él. Como si la conciencia se volviera a sincronizar con los actos y los pies volvieran a ser mis pies, las manos mis manos y los pensamientos, siempre, siempre tan suyos.
sábado, 16 de marzo de 2019
miércoles, 6 de marzo de 2019
El gato
Tengo un gato. Es realmente muy curioso; cómo todos los
gatos supongo. Lo he encerrado en casa. No lo dejo salir nunca, pues una vez se
me escapó y anduvo deambulando por esos mundos de Dios a saber con qué gatas, a
saber porque tejados, durante tres días y sus tres noches. Fue entonces cuando
al regresar decidí aprisionarlo entre el comedor y el recibidor.
Se pasa la horas en la ventana. Mirando al exterior con tal
mirada de nostalgia que parece casi humano. Incluso, a veces, con la pata no sé
si acaricia el cristal o lo restriega intentado descubrir el tacto de la
libertad tan añorada. Su pulso parece detenerse al ver un pájaro volar o desbocarse al observar un gato o una gata
cruzar de un carrera la calle. Y cuando pienso que ya no soporta más la soledad
es cuando maúlla igual que Kurt Cobain en The Man Who Sold The World. Yo lo
observo todo sentado en mi sillón de las cuatro patas rasgadas por el estrés de
los días de lluvia.
Al abrir la puerta para irme siempre lo tengo detrás frotándose
entre mis piernas, cómo si me quisiera dar cariño para conmoverme y dejarlo
salir sólo una vez más, para disfrutar de lo necesario. La verdad es que no lo
comprendo; lo cuido, lo alimento, lo lavo, lo peino, le doy caricias, todo mi
amor, tiene un collar de diamantes, un pelo reluciente y unas uñas impolutas. A
menudo me gustaría poder hablar con él para comprender ese vacío que siente él,
que siento yo. Pero no puede ser.
Y al salir, me veo obligado agarrarlo y forzándole a que no
se escape mientras él se exalta con una furia que asusta, incluso en alguna ocasión en esta trifulca le
he pillado la cabeza con la puerta. Después vuelve hacía dentro con una
resignación que me causa dolor hasta a mí. Y es entonces cuando me pregunto:
¿Se fugará algún día o se someterá a la condena? Y cuando elija cualquiera de
las dos, ¿cuál será la razón?
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