Existe un instante, un diminuto momento de eternidad, en el cual nada importa más que la sensación de protección, de calidez, de seguridad, de amor. Esa burbuja que por unos segundos puede parecer indestructible, ese abrigo que únicamente hace bien, donde nada, nada, puede hacer frustrar la exclusión del miedo y todos sus vertientes; fuera.
Había pateado el balón con demasiada fuerza. Por eso seguía yo, allí, medio tumbado, medio inconsciente, apoyado en ese pequeño árbol, que a mi madre se le ocurrió, unos meses atrás plantar en ese lugar. Sin darse cuenta la pobre, que estaba en un sitio inmejorable para hacer de poste de portería. Mí hermano, cuatro años mayor, no podía parar de reírse. Él era el verdugo. Y a mí, nadie me atendía.
Pasaron unos minutos. Quizás o seguramente, no más que unos segundos, hasta que no me vi con la suficiente lozanía para levantarme e ir en busca de mi madre, como siempre, en cualquier rincón de la casa, haciendo alguna tarea. Di varios tumbos por el hogar: En el garaje, era lo primero que me encontraba al entra; no estaba. En la cocina tampoco. El comedor apreció ante mi inmenso y vacío, debía ser por el impacto de no encontrarla o de la pelota, a saber. En su habitación todo cuidadoso como siempre pero sin ella. En la mía igual que en la anterior. Por fin, en la de mí hermano, que aún debía estar en el jardín riéndose o comiéndose un sándwich, allí la encuentro, dejándole todo colocadito.
Como llevaba practicando años, con mi mejor cara de mocoso, sucio y llorón, envidioso de encontrarla en el cuarto de ese bandido, entre suspiros, llantos o yo que se que magnifica actuación, le cuento el suceso. Procurando demostrarle que nadie necesitaba en el mundo tanto amor cómo yo. Ella, tan dulce, cariñosa y maravillosa madre, me coge entre sus brazos, abrazándome, preguntándome si estoy bien y me lleva al cuarto de baño para mojarme con cuidado la cabeza. Y mientras recupero un poco el aliento y la entereza, pero aún aprovecho el momento para disfrutarlo, a sabiendas, que debía almacenarlo para la perpetuidad. Guardando el recuerdo, igual que un búnker cerrado, dónde refugiarse ante la tormenta salvaje de la brutalidad de una vida que aun intentando amarrar se nos descontrola, golpeado como un cabo enloquecido por la cólera de lo absurdo.
Pero lo peor de mí, es el olvido. Y con los años y los daños, esos recuerdos van quedado tan arrinconados que casi, parecen postergados. Sin embargo, un rayo que hace temblar todo el piso hallándote en medio de la llanura sin lugar dónde agarrarte, ensordecido por el estruendo, ciego por el fogonazo y caído por la absurdidad; te regresa al abrazo.
Y nada duele.
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