Era un día tan rutinario como cualquier otro de los últimos treinta años. Me llamó para cenar, y fui. Me senté en la misma silla de siempre, en la mesa de la cocina. Un lugar gris y triste, con una ventana que daba a ningún sitio; un patio interior. ¿Para qué sirven los patios interiores, si no es para tender las bragas y las desdichas?
En el plato, un trozo de pescado a la plancha y unas patatas al vapor, tan insípidas como la escena, aunque menos que la vida misma. Empezamos a cenar en silencio. No estaba más callada que de costumbre, porque era imposible, pero sí igual.
Al coger un pedazo de pan, dejé caer una miga al suelo. Fue entonces cuando lo dijo.
—Ya no puedo más, estoy harta.
No alzó la voz ni un ápice, como si hablara del tiempo.
—No consigo ni dormir a tu lado. No te soporto. Eres un ser despreciable, y lo has sido toda la vida. Me tienes hasta el coño.
Ese último lugar, pensé, al que no había sido invitado en mucho, muchísimo tiempo.
—Por mí, te puedes morir —añadió con fría indiferencia.
Lo dijo mientras partía un trozo de patata, como si aquello fuera tan rutinario como el acto mismo de cenar.
—No lo sabía… Yo creía que estábamos bien —murmuré, sintiéndome pequeño.
—Pues ya ves que no es así. Hace mucho tiempo que no siento nada por ti, quizá solo… pena. Pero no quiero pasar ni un minuto más a tu lado. No quiero tu compañía para nada. Así que ya puedes marcharte.
Y me echó.
Y me fui.
Desde siempre me había reprochado ser un conformista en todas las facetas de mi vida. Y ahora, ni eso parecía molestarle.
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