El viento silba dentro del avión como si el aparato entero
fuese un pulmón a punto de exhalar. El paracaidista —una figura tensada como
una nota sostenida— espera su turno. Es su primer salto solo, sin instructor,
sin nadie a quien culpar si algo falla. El cuerpo rígido, el corazón golpeando
como un puño dentro de una caja. Mira hacia abajo: no hay suelo, sólo un
horizonte reinventado, una línea que separa lo posible de lo inevitable.
Ese segundo previo al salto —ese tic suspendido— es un lugar
en sí mismo. Un refugio donde aún se puede volver atrás… pero ya no.
Se lanza.
Y algo se rompe.
El aire, que hasta entonces era materia, se vuelve líquido.
Lo envuelve como un sueño demasiado lúcido. El mundo, allá abajo, se encoge. Se
vuelve miniatura. Pero mientras cae, algo extraño sucede: la atmósfera se
deshilacha. Las formas dejan de obedecer. Todo se reduce a su metro cuadrado,
ese espacio mínimo donde conviven paradojas: sentirse pequeño y gigante,
cohibido y salvaje, solo y habitado por alguien más.
Como si se ausentara de sí, abre los ojos en otro lugar. No
en otro país, ni siquiera en otra ciudad. En otro plano. Calles que parecen
haber sido dibujadas por alguien que solo recordaba a medias. Lugares que nunca
ha visto, pero que reconocería con los ojos cerrados. Lleva puesta una camiseta
que no le pertenece. La gente camina a su alrededor como si él fuera un error
de la programación. Un glitch emocional.
¿Dónde está?
Tal vez en un recuerdo. Tal vez en un futuro que aún no ha
vivido.
Pero el tiempo —como el suelo— no espera.
Y de pronto, ahí, en medio de esa caída ficticia, se
encuentra hablando. No recuerda con quién, pero sí el idioma: la fluidez, la
complicidad, la certeza absurda de haber reconocido algo. O alguien. Un alma.
Tal vez la suya, disfrazada.
Pero no todo es tan amable.
Cada segundo arranca una capa. Surge el temor, el temblor de
lo imposible. Las decisiones más nimias —un paso, un gesto— se vuelven océanos.
Siente un miedo nuevo: el de querer quedarse suspendido, el de no aterrizar
jamás. El deseo de habitar esa dimensión donde lo irreal es norma. Donde se
puede vivir sin tocar el suelo. Donde la gravedad es un malentendido.
Pero ni el tiempo ni la caída perdonan. Y esa conexión
fugaz, como todas las verdades, es tan intensa como breve. Un latido que lo
atraviesa hasta el tuétano. Porque algo de él se queda allí, flotando, adherido
a ese otro mundo que, aunque intangible, ha dejado huella.
Y entonces, sin previo aviso, un golpe seco.
El paracaídas se ha abierto. El aire frena. El cuerpo
obedece.
Abre los ojos. Vuelve al aire, al real. La Tierra lo espera.
Pero ya no es el mismo.
Ahora carga con un hilo invisible que lo ata a un universo
que no existe salvo en su memoria. A una sensación que no podrá recuperar… pero
tampoco podrá olvidar.
En el silencio que precede al aterrizaje, lo entiende:
lo que vivió no lo tendrá jamás.
Y, sin embargo, lo llevará consigo para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario