¿Cuánto tiempo es la eternidad? me preguntó, como quien deja caer una piedra en un pozo y espera oír el eco. Y yo, que nunca fui buen guardián de relojes ni de respuestas, me quedé mudo.
¿Qué importa, le dije al fin, si ambos sabemos que lo nuestro nació sabiendo que jamás sería para siempre? Y seguí hablando, como quien intenta tapar con palabras la grieta que acaba de abrir el silencio.
Unos días antes, después de demasiados encuentros casuales y que ya nadie podía llamar casuales sin sonrojarse, le propuse un pacto tan insensato como yo: ni matrimonio, ni amistad, ni promesas de domingo, ni fidelidad escrita en piedra. Únicamente adulterio. Suyo y mío. Nada más.
Una noche robada al calendario: cena, vino, una conversación que se derrama por cualquier rincón, un par de risas que se escapan sin permiso, sonrisas y entonces su ropa cayendo como si obedeciera a una gravedad distinta, la mía siguiéndola, y luego el sexo. Ese sexo desatado, urgente, excitante, con amor o sin él, qué más da, con atracción pura, con la sensación de que el cuerpo, por fin, recuerda que está vivo. Sudor, jadeos, arañazos, humedad en un ejercicio para menores de cincuenta, me dijo riendo, aunque ambos sabíamos que la fecha de caducidad era una superstición más. Sexo, simplemente. Ese que ella no tenía desde hacía una eternidad con su marido.
A veces pienso que, en otra realidad paralela uno de esos universos perdidos por no vividos, si el encuentro hubiera sucedido unos años antes, quizá habría sido yo el marido aborrecido. La vida tiene esa costumbre, te cruza con las personas menos oportunas en los momentos más inoportunos, como si se divirtiera en probar tu equilibrio.
Seguramente por eso quería saber cuánto dura la eternidad. Pues le prometí una noche eterna.
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