Salimos del bar. Caminamos sin rumbo. Hablamos poco. La ciudad parecía un organismo funcionando por inercia igual que el gobierno, gente entrando, saliendo, sobreviviendo sin demasiadas preguntas sobre nada. Entramos en una tienda absurda, compramos cosas inútiles, bebimos algo fuerte. Reímos sin convicción. Todo parecía avanzar hacia algo hasta que dejó de hacerlo.
-¿Sabes qué es lo peor de la soledad? -dijo de pronto-. Que deja de doler.
-No -respondí-. Lo peor es cuando deja de doler demasiado pronto.
Se detuvo.
-No estoy aquí para que me salves.
-Tranquila -dije-. Nunca salvo a nadie.
Seguimos caminando unos metros más.
-Yo ya hice esto antes -añadió.
-¿El qué?
-Romper la rutina. Buscar intensidad. Siempre termina igual.
-¿Cómo?
-Vuelvo sola a casa.
Entonces lo vi claro. El diagnóstico final encajó sin resistencia.
-No buscabas una aventura -dije-. Buscabas confirmación.
Asintió.
-Que nada cambia.
-Error -respondí-. Lo que no cambia es el patrón. Y tú siempre eliges el mismo.
No dijo nada más. Se dio la vuelta. Se fue.
Volví al bar. Pedí otro café. Abrí el periódico. Las dos mujeres de antes seguían hablando. Ya no me interesaban.
María no había sido un caso.
Había sido un espejo.
Y como siempre, el diagnóstico llegó tarde.
No por falta de claridad, sino porque incluso sabiendo la causa, uno suele preferir la enfermedad conocida a la posibilidad, incómoda siempre de curarse.
Cerré el periódico.
El café estaba frío.
Como todo cuando ya es demasiado tarde.
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