Las manos levantadas. El niño, alza los brazos, ayudado por su madre, para qué el señor con bata blanca, compruebe el nivel de radioactividad que puede tener ese cuerpecito. Detrás, una niña sigue con el mismo protocolo. Como con una pistola, apuntados, quién sabe, de momento, si por la suerte o por la desgracia. Los señores de blanco, los que realizan la prueba, parecen por sus atuendos los cocineros de cualquier colegio. No creo que esos trapos sean muy protectores ante esos niveles de radiación. La madre, tan preocupada por su hijo se olvida de ella misma. Y el sitio, porqué negarlo, no tiene apariencia de estar muy preparado. Volviendo al niño, su mirada, es de miedo ante ese doctor desconocido, porqué ya saben, la radiación es invisible. Por eso tiene la frente fruncido. ¿Quién sabe el resultado que dio la maquina?
A veces, al salir a correr, uno tiene la extraña sensación que el cuerpo dice basta y sin embargo la cabeza, pide que sigas. A veces, ocurre al revés. Pero en todos esos días llega un momento, en que el cuerpo, le gana la partida al cerebro. Y paras. A veces, más lejos, a veces, más cerca.
A veces, uno tiene la chocante sensación que la realidad supera a la ficción. Normalmente, ocurre al revés. Pero cuando es la pureza de los hechos los que azotan a tu cerebro, no queda más que dejar ganar la partida a lo axiomático. Y reaccionar. A veces, ayudando más, a veces, menos.
Inspirar en ese precioso momento. Recuperar el aliento, buscar fuerzas de cualquier rincón inhóspito, olvidar la sed, tragar saliva y darlo todo. Con nobleza. Volviendo a la pelea de esos dos conceptos y arrimando el alma, al lado de la cabeza. Para seguir o proseguir hasta caer exhausto. Y esto, es lo que hacen la mayoría de japoneses, azotados por ese porfiado de desgracias.
Fuerza.