Desde pequeño, soñaba con convertirse en lutier. No sabía exactamente qué significaba, pero la palabra —lutier— le sonaba a algo entre instrumento antiguo y tragaperras de casino. Había algo en su fonética, en esa "u" que se abría como un hueco de violonchelo, que le hacía repetirla en voz baja antes de dormir. Lutier, lutier, lutier… Como si así afinara su destino. No futbolista, no astronauta, no veterinario. Lutier. Lo había leído en una revista vieja, en una página donde hablaban de violines y de una ciudad con nombre de queso suizo. Le gustó la palabra. Sonaba bien. Lutier. Como un apellido francés con resaca.
En casa, nadie hablaba de música. Su madre planchaba en silencio y su padre coleccionaba facturas. La radio sonaba, sí, pero como suena el tráfico o el viento: sin nadie que lo escuche de verdad. Luego la vida, que no suele estar para rarezas, se encargó de enderezarle el rumbo. Es decir, de torcérselo.
A los catorce años, se dio cuenta de que no sabía tocar ni el timbre. Estudió algo que no le interesaba. A los veinte, ya trabajaba en una oficina donde las sillas chirriaban más que las voces. A los treinta, había olvidado que un día quiso ser algo distinto. Tenía una familia razonable, un piso con hipoteca razonable, y una tristeza razonable también, de esas que no salen en los partes meteorológicos pero que están ahí, instaladas como humedad en las paredes.
Cada tanto, una canción lo asaltaba y sentía que se abría una herida vieja, y se quedaba quieto, como si el tiempo se detuviera un segundo para que él pudiera recordar algo que jamás vivió. Como una cuerda que se rompe sin haber sido tocada nunca. Y nunca aprendió música. Ni siquiera a silbar afinado.
Una vez se enamoró de una chelista. Ella hablaba de Bach como otros hablan de Dios. Le decía que cada instrumento tenía una voz única. Él solo pensaba en que quizás, si la besaba con los ojos cerrados, podría entender qué significaba realmente "lutier". Pero ella se fue con un violinista, y él se quedó con el eco.
Pasaron los años.Un martes cualquiera, de una mañana gris, con más cansancio que ideas, salió a caminar por un barrio periférico. Le había fallado una reunión y no tenía ganas de volver a casa. Caminó sin mirar demasiado hasta que lo vio:
“Se vende taller de instrumentos artesanos”
Era una puerta de madera despintada, con una tipografía hecha a mano y un teléfono fijo debajo.
No lo pensó. O sí, pero durante toda su vida.
Entró por curiosidad. O por necesidad. O porque ya no le quedaban muchas primeras veces.
Dentro olía a madera vieja, a polvo fino, a cosas hechas con calma. A cola de carpintero y a roble recién lijado. Las herramientas colgaban como notas en un pentagrama improvisado. Había virutas en el suelo como si alguien hubiera estado buscando música bajo la madera El dueño era un tipo mayor, de manos grandes y voz pequeña. Le ofreció un café. Hablaron poco. Y sin tener ni idea de por qué, se lo quedó.
El taller. El polvo. La calma.
Los vecinos pensaron que se había vuelto loco. Él también, un poco. Al principio se limitaba a ordenar herramientas, a tocar las maderas como si fueran piel. Luego empezó a tallar. Torpe, con dedos torpes. Pero cada día, al anochecer, juraba oír algo: un murmullo, una vibración, una promesa. No sabía qué hacer con aquello. Pero se sentía bien allí, como si la realidad hiciera menos ruido. Aprendió a poco con el viejo propietario. Al principio rompió más maderas que las que salvó. Luego, con el tiempo, sus manos empezaron a entenderse con las herramientas. No era magia. Era trabajo. Trabajo de ese que no sale en LinkedIn.
Nunca aprendió a tocar nada. Ni un acorde. Sin embargo, aprendió a construir violines. No sabía tocarlos, pero los escuchaba. Los afinaba con los ojos cerrados, como si sus oídos no estuvieran en la cabeza sino en el corazón de sus manos. A veces, cuando alguien venía a probar uno de sus violines, se quedaba a un lado, en silencio. Observaba cómo el instrumento sonaba por primera vez, como un recién nacido que llora.
Y pensaba: “No sé tocar música. Pero algo de ella ha pasado por mí”.
Un día, un joven músico entró al taller. Miró uno de sus violines, lo acarició como si saludara a un viejo amigo y le preguntó:
—¿Usted es músico?
Él lo pensó un momento. Sonrió.
—No. Pero mis instrumentos sí.
Y por primera vez en su vida, se sintió afinado.