martes, 15 de abril de 2025

Yo quería ser Elvis


 


De pequeños, los niños de mi clase querían ser futbolistas (y no se equivocaban), bomberos o médicos. Oficios serios, con casco, bata o balón. Yo no. Yo lo tenía claro desde antes de saber sumar: yo quería ser Elvis.

No un Elvis cualquiera, no el de las verbenas de pueblo que canta “Suspicious Minds” con acento de Cuenca. Quería ser el auténtico. El del chorro de voz que tumbaba edificios y corazones. El de la mirada de pecado. El de la pelvis con vida propia. Ese Elvis que parecía tener más trajes que días el año, y más mujeres que botones su chaqueta. Quería ser él: guitarra en mano, escenario, focos, y ese aura de “soy el rey y acabo de inventar esto”.

No quería ser famoso. Quería ser magnético. Un encantador de personas, como los de serpientes, pero con brillantina en el pelo y micrófono en mano. Un tipo que no necesita pedirte el número porque tú ya se lo has escrito en el brazo con pintalabios.

Y sin embargo, aunque a veces pueda parecer encantador —lo justo para que no me echen de las cenas de empresa—, lo cierto es que nunca he logrado ejercer. Lo más cerca que he estado de Elvis fue una vez que me calcé unas botas blancas y me pegué una hostia bajando las escaleras.

Hoy me miro al espejo y veo a alguien que canta bien en la ducha, pero mal en los karaokes. Que baila con entusiasmo, pero sin ritmo. Que tiene trajes, sí, pero de la última boda. Y que si alguna mujer se lanza sobre él, normalmente es para apartarlo del último trozo de pizza y en casa.

Así que no, no soy Elvis. Ni lo seré. Y si algún día me ves con gafas de sol en interior, moviendo la cadera y sonriendo sin motivo, es posible, pero no me juzgues: simplemente estoy recordando quién quise ser antes de convertirme en un adulto que se emociona cuando encuentra una excusa para salir con los amigos.

lunes, 14 de abril de 2025

Las gafas de Superman

El concepto moderno de superhéroe nace en los años treinta y cuarenta en Estados Unidos, primero en los cómics de DC y, después, en los de Marvel. Y desde entonces, esa dualidad se ha convertido en algo casi tan visceral como ser de izquierdas o de derechas, de Estados Unidos o la URSS, de Roma o Cartago, del Barça o del Madrid, de Coca-Cola o de Pepsi. Una cuestión de lealtades, de ideologías, de mundos posibles. De guerra o de paz.

Porque, al final, los superhéroes no son más que la evolución contemporánea de los antiguos mitos: Hércules, Gilgamesh, Thor, o figuras legendarias como el Rey Arturo. Todos ellos seres con ideales más grandes que la vida misma. Por eso nos fascinan. Porque necesitamos creer que alguien, en medio del caos, lucha por el bien común. Que alguien encarna la justicia, la valentía, y sobre todo, la esperanza.

Cada superhéroe representa una parte de nosotros, de nuestros valores más profundos: Batman, con su lucha interna, su dolor convertido en fuerza, es la justicia personal llevada al límite. Spider-Man simboliza la responsabilidad, el compromiso con uno mismo y con el otro. Los X-Men encarnan la diferencia, la lucha contra la exclusión, el valor de ser quienes somos aunque el mundo no lo entienda.

Y luego está Superman.

Ay, Superman… Mi favorito.

El único que no es de este mundo. Un extraterrestre que, sin embargo, es más humano que la mayoría. Un inmigrante que ha hecho de la Tierra su hogar, que ama profundamente todo lo que es distinto a su lugar de origen. Podría dominar el planeta, pero lo elige proteger. Es compasivo, humilde, justo. Y aunque parezca inabordable, tiene una moral tan firme como la roca, pero nunca moralista. Cree en la bondad de las personas, y procura siempre comprender antes que juzgar.

Y sí, tiene poderes impresionantes: fuerza descomunal, visión de rayos X, supervelocidad, invulnerabilidad, capacidad de volar, oído agudísimo... Es un dios solar. Pero lo más extraordinario de él no es eso. Es que su verdadero disfraz... es Clark Kent.

A diferencia de los demás, Superman no se disfraza para ser un héroe. Se disfraza para ser humano. Clark Kent no es su identidad secreta: es su máscara. Y, sin embargo, es una máscara que ama profundamente, porque él desea ser uno más entre nosotros. No se cree superior, aunque lo sea. Él elige ver el mundo con nuestros ojos, caminar entre nosotros, vivir nuestras fragilidades. Y en esa elección hay una belleza inmensa.

La historia de Superman trata sobre inmigración, identidad, cultura, poder, responsabilidad, altruismo, idealismo. Por eso, cuando Superman cae, el mundo se detiene. Porque lo sentimos todos. Porque es un símbolo. Una idea. Una esperanza.

El tiempo se suspende en el instante en que se quita las gafas. En ese gesto, mínimo, empieza la transformación. Deja de ser Clark, y de pronto, como una explosión contenida, todo su poder se hace presente: en su mirada, en su postura, en su luz. Lo imposible se vuelve posible. Y el asombro llena las páginas. Superman navega entre lo real y lo irreal, como un puente entre lo que somos y lo que podríamos llegar a ser.

Y a veces, se pierde. Y nos lo perdemos. Porque la mayor parte del tiempo camina entre nosotros, confundido con nosotros. Como si fuera uno más.

Y sin embargo, es todo lo contrario.
Por eso lo amamos.

jueves, 10 de abril de 2025

Perro flaco

 Debiera llover y no llueve,

el sol me lame los tobillos.

Huele la tierra a promesa mojada,  

y tú, perro flaco,

me miras

con tus ojos de luna comida por dentro.

—¿Por qué me sigues, sombra con patas?

—Porque tu paso me enseña el camino,

y en tu voz duerme el calor

que no me dio el mundo.

 

No llueve y debiera,

pero un rayo de sol te hace brillar el lomo sucio

como si Dios te pintara con oro viejo.

—¿Sabes lo que es el alma, perro mío?

—Es eso que me arde

cuando me llamas bajito.

 

Llueve.

Te abrazaría y te pondría bajo el pecho,

como se hace con los hijos muertos

o con los versos buenos,

para que no te pierda la lluvia

ni el sol te queme.

Y así nos fuimos,

tú y yo,

camino adentro,

mezclados con la niebla y la luz,

con el barro y las flores vencidas,

como si fuéramos

un sueño antiguo

que aún camina.

miércoles, 9 de abril de 2025

El paracaidista

El viento silba dentro del avión como si el aparato entero fuese un pulmón a punto de exhalar. El paracaidista —una figura tensada como una nota sostenida— espera su turno. Es su primer salto solo, sin instructor, sin nadie a quien culpar si algo falla. El cuerpo rígido, el corazón golpeando como un puño dentro de una caja. Mira hacia abajo: no hay suelo, sólo un horizonte reinventado, una línea que separa lo posible de lo inevitable.

Ese segundo previo al salto —ese tic suspendido— es un lugar en sí mismo. Un refugio donde aún se puede volver atrás… pero ya no.

Se lanza.

Y algo se rompe.

El aire, que hasta entonces era materia, se vuelve líquido. Lo envuelve como un sueño demasiado lúcido. El mundo, allá abajo, se encoge. Se vuelve miniatura. Pero mientras cae, algo extraño sucede: la atmósfera se deshilacha. Las formas dejan de obedecer. Todo se reduce a su metro cuadrado, ese espacio mínimo donde conviven paradojas: sentirse pequeño y gigante, cohibido y salvaje, solo y habitado por alguien más.

Como si se ausentara de sí, abre los ojos en otro lugar. No en otro país, ni siquiera en otra ciudad. En otro plano. Calles que parecen haber sido dibujadas por alguien que solo recordaba a medias. Lugares que nunca ha visto, pero que reconocería con los ojos cerrados. Lleva puesta una camiseta que no le pertenece. La gente camina a su alrededor como si él fuera un error de la programación. Un glitch emocional.

¿Dónde está?

Tal vez en un recuerdo. Tal vez en un futuro que aún no ha vivido.

Pero el tiempo —como el suelo— no espera.

Y de pronto, ahí, en medio de esa caída ficticia, se encuentra hablando. No recuerda con quién, pero sí el idioma: la fluidez, la complicidad, la certeza absurda de haber reconocido algo. O alguien. Un alma. Tal vez la suya, disfrazada.

Pero no todo es tan amable.

Cada segundo arranca una capa. Surge el temor, el temblor de lo imposible. Las decisiones más nimias —un paso, un gesto— se vuelven océanos. Siente un miedo nuevo: el de querer quedarse suspendido, el de no aterrizar jamás. El deseo de habitar esa dimensión donde lo irreal es norma. Donde se puede vivir sin tocar el suelo. Donde la gravedad es un malentendido.

Pero ni el tiempo ni la caída perdonan. Y esa conexión fugaz, como todas las verdades, es tan intensa como breve. Un latido que lo atraviesa hasta el tuétano. Porque algo de él se queda allí, flotando, adherido a ese otro mundo que, aunque intangible, ha dejado huella.

Y entonces, sin previo aviso, un golpe seco.

El paracaídas se ha abierto. El aire frena. El cuerpo obedece.

Abre los ojos. Vuelve al aire, al real. La Tierra lo espera. Pero ya no es el mismo.

Ahora carga con un hilo invisible que lo ata a un universo que no existe salvo en su memoria. A una sensación que no podrá recuperar… pero tampoco podrá olvidar.

En el silencio que precede al aterrizaje, lo entiende:
lo que vivió no lo tendrá jamás.
Y, sin embargo, lo llevará consigo para siempre.