Hoy. Son ellas, las palabras, quienes nos descubren
mundos nuevos. Paraísos. Playas desiertas, sol. Montañas infinitas. Un frío
sudor recorriendo en una tarde calurosa toda tu espalda. Y lo imposible.
Capaces siempre, de hacernos viajar hasta el infinito y
de repente, regresarnos a lo más cotidiano. Sumergirnos aguantando el aire y
todo lo que sea necesario en una realidad nacida de la nada, sin andar a la
caza, ni fingir verdades. Deteniendo el tiempo, parándolo casi, convirtiendo
los segundos en eternos y los minutos en escurridizos granos de arena por la
perdida del juicio a voluntad propia. Eran cien, mil o un millón de palabras
quienes nos hicieron reos inocentes de la realidad paralela a la que nos encaminaron.
Destino volátil dónde compartir ese trocito de soledad que en todos habita.
Hoy. Que escribo con palabras de la brisa fresca. Del
imbécil. Del no puedo. Del algún día seré grande. O del ratón escondido en un
rincón. De la vueltas y del mundo. De cuando nos hacen esclavos o libres. Del
mar, de los lunes, de Dios y de la madre que pario a que sé yo.
La palabra es tuya, mía. Las palabras tienen vida, y se
divierten en el vaivén de conjugarse creando historias que en un descuido de
devoción, inician el descubrimiento de lo eterno, y en un frasco tan diminuto
que cabe en la palma de la mano, se esconden galopando a lo más profundo. En definitiva, capaces de que te zurcen el
descosido del costado. Ese por donde se coló el infinito y lo imposible.
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