Domingo, como cada lunes, miércoles o domingo, al levantarse, se sienta en el vaivén a descansar. La extrema fatiga, se había pegado a su cuerpo, al llegar a la vejez. Como una garrapata o una sanguijuela. Él, que siempre había sido un hombre fornido y enérgico, sin pereza alguna, nunca. Y ahora, allí perdía sus últimos días, caído en el olvido. Acompasando el zigzag del reloj.
Silencioso y gris, escucha un viejo disco cansado de dar vueltas. Yo, su mujer, le pongo su música, para hacer que mi tiempo pase más deprisa. El estruendo de las ruedas de los carritos del supermercado acuchilla la acera, que maltrecha, sobrevive bajo la ventana, mientras en el interior, una melancólica melodía mece el cuerpo, viejo y sombrío, al igual que el tocadiscos, de Domingo.
Las persianas bajadas al igual que siempre, envejecen las pinceladas que dan vida a mi rostro de mujer. Esa media luz, resalta mis canas y mi palidez, en definitiva, mi madurez. Los días impares, pinto. Los pares, escribo. Y sin embargo, nada de lo que hago me conmueve. Mi batalla no entiende de reposo, tampoco de victorias. Y por las noches, leo, leo mucho, con el propósito, de descansar cuanto menos posible, ya que no soporto soñar, dormida. Prefiero, hacerlo de día, cuando me siento degollada por cada campanada, hachazos al tiempo, colgando de lo alto del campanario. Al mirar sus ojos, adormecidos, pienso que parecen los de un cadáver reciente: alejados de cualquier sospecha de actividad, pero todavía fijos en aquello que vio por última vez, ebrios de desesperación, como conscientes, de que finalmente, el tiempo pasa para todos insolublemente.
Domingo, es una pesadilla, pienso yo, Amanda, su mujer. Que pegajosa soledad, cuando ves alejarse a ningún sitio conocido, poco a poco, tu compañero de viaje. Todo lo que nos unía, es el lazo que me ata solo, a esta relación. De todo lo que teníamos, no queda nada, el amor frondoso, se ha ido convirtiendo en un desierto seco y árido. Falto de algo tan necesario como el agua, el amor. Queda el querer, no más. Le cocino, le lavo, lo cuido.
Y algunos días, cuando cae la tarde, me espía por el rabillo del ojo, como si hasta ese momento, no hubiera sido consciente de que yo descansaba en el sillón contiguo. Y los dos, experimentamos la extraña sensación de haber presenciado un parto, rápido e indoloro pero lleno de vida, vuelve a la lucidez. Y yo, avergonzada sin más motivo que el endémico desprecio por mi cuerpo, que parece un vestido anticuado y arrugado, le sonrió. Domingo, trata de combatir el miedo, que siente, abriendo mucho los ojos, desorbitándolos, tratando tal vez de vomitarlo a través de sus pupilas, el miedo de despertar, como de un coma profundo. Rencontrándose, con esa vida, que por culpa de la enfermedad pocas veces, puede hallar en su memoria.
Domingo, mi Domingo, me pregunta;
- ¿Qué día es?
-Es domingo, todo el día. Y su mano sudorosa, atrapa mi antebrazo como un niño se agarra a un flotador.
-Ese es el problema, ser Domingo, todo el día.
Un temblor recorre mi cuerpo, se agrieta mi vergüenza, se agrieta mi melancolía, siento, que Amanda se agrieta.
-Afortunado aquél que ha nacido sin ambición alguna, no quien muere. Me dice sonriéndome. Como nervioso.
Ahora es él quien tiembla. Desde el suelo, es más fácil echar a volar, pienso. Y sin saber muy bien quién rompe a llorar primero, un embate de lamentos, susurrados, nos inunda a los dos. No hablamos, pero nos decimos, lo que jamás, habíamos verbalizado y siempre quería haber compartido. No sé bien, quién abraza primero a quién, quién besa primero a quién, porque los dos, nos hemos enredado cual lío de hilos. Igual que veinte años atrás. Disfrutando, por unos minutos, de esa grita que asoma al abismo absoluto.
Ese abismo que es, una fatiga ignorante, que ya no nos deja vivir el presente por la repugnancia que nos causa la existencia. Extrema fatiga que nos tortura y encadena, que nos hace desfallecer, y no descansa ni tiene tregua, encerrados en nuestro cuerpo, como dos bailarines en una cajita de música.
2 comentarios:
me encantoel último parrafo...Jou que bueno leerte.
Gracias!
Gracias por los halago, los recibo con gratitud y humidad. Un beso y gracias por seguir por, como tú dices; acá.
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