miércoles, 11 de junio de 2025

Muerte del hijo sin su ausencia

No hay palabras. ¡NO! no las hay. O quizá las hay, pero ninguna consuela. Un sin sentido. Es un sentimiento sin nombre, y lo que he perdido, nadie más puede verlo. Porque no se ha muerto mi hijo —¿Cómo decirlo?— sino ese niño que fue. Y eso, que parece una sutileza, algo natural, es en realidad una tragedia silenciosa.

Cada día me repito que esto es lo habitual, que así debe ser. No hay camino mejor. Que crecer es bueno, que madurar es necesario. Pero todo mi ser se rebela, porque en lo más hondo de mi alma, en ese rincón donde no llegan las frases hechas ni las pedagogías modernas, yo sé que algo se ha roto para siempre. Y que no volverá. Una perdida sin entierro. Sin ataúd. Ni despedida y nadie, lo ha llorado más que yo.

No sé el día exacto en que ocurrió. Tal vez fue cuando su voz se quebró en un tono grave que no le conocía. O quizá fue al ver cómo cerraba la puerta de su habitación. He perdido al niño que decía “papá” como quien invoca a un dios. He perdido su manera de mirarme, de confiar ciegamente, de correr hacia mí sin miedo. Y ahora, en su lugar, hay un joven que me habla en otro idioma, no de palabras, sino de silencios. Que me ama, seguramente, pero lo dice menos, casi poco. Que me necesita, quizás, pero lo disfraza de independencia. Con errores y aciertos.

Y sí, lo confieso con vergüenza y con lágrimas, he sentido dentro de mí una especie de muerte. No pequeña, no simbólica, como una auténtica amputación. El niño que me buscaba la mano para cruzar la calle, el que cada noche se acostaba a mi lado o yo al suyo, y necesitaba que le rascara la espalda, aquel que hacía de mí un gigante. Y el hombre que llega, curiosamente creo, el que viene con dudas, silencios y rebeldías, todavía no lo puedo amar como amaba al niño que he perdido. Permanezco aquí, inmóvil, como un faro encallado en su roca, actuando una vez cada 360 grados, observando como se aleja en la barca que un día construí con mis propias manos. Y me pregunto: ¿Quién soy ahora que él ya no es un niño? ¿Sigo siendo su padre, o solo la sombra de un gigante que ya no necesita? Debo deseducarme. 

¡Qué injusticia tan grande, esta de la paternidad! ¡Joder! Nos condena a amar a una criatura destinada a morir para dar paso a otra, desconocida. una metamorfosis. Como si cada padre tuviera que vivir no una, sino muchas muertes, demasiadas, y ni siquiera tuviera el derecho a duelo.

Pero lo más cruel y a a vez, lo más sagrado, es que esta pérdida es necesaria e inevitable. Si de verdad lo amo, tengo que aprender a dejar morir a ese niño mío, para dejar nacer al hombre que será. Debo aceptar que me pierda para, tal vez, reencontrarme un día en su memoria. Y así, mientras él sube, yo desciendo. Como las mareas. Como la vida.

Porque no es solo él quien ha cambiado. Yo también me he perdido en esta transición. Mi dictamen ya no existe como tal. Me había definido como padre a través de él, a través de su juego, de su llanto, de su risa. Ahora, sin todo eso, me siento como si me hubieran extirpado un órgano en lo más profundo de mis vísceras. Como si hubiera dejado de estar completo. Y por primera vez, hubiera conocido el vacío infinito.   

La gente habla de la infancia de los hijos como de una etapa que pasa. Pero no: es una pérdida. Una muerte lenta y sin avisar. Y como todas las muertes, exige duelo. Y como todas las muertes, deja fantasmas. Yo los siento en casa. En los rincones de los juguetes abandonados. En es sofà cuando su mano ya no busca la mía. En las fotografías que ya no lo reconocen. En el silencio que queda tras cada puerta que se cierra. Y sobre todo, en la nostalgia. 

Pero, ¡Ay, ahí está la paradoja! Esta pérdida no es un error, sino el camino mismo. No hay adolescencia sin ruptura. No hay adulto sin la muerte del niño. Y no hay paternidad que no implique perder, amar en la pérdida, sostener la mirada sin rencor, mientras el hijo asciende y tú, en silencio, decreces.

Me queda esto: Saber que lo he amado lo suficiente como para dejarlo marchar. Saber que cada pérdida que me habita es, al fin y al cabo, el precio sagrado de haber sido, de verdad, padre y de lo vivido. Pero nadie me arrebatará el derecho al duelo. Porque aunque el mundo me diga que está creciendo, yo sé la verdad, he perdido un hijo para ganar a otro. Y en este contrasentido cruel de la vida, el corazón se parte, pero no se rompe. Se le abre una cámara vacía, donde aún resuena el eco de una risa pueril.

martes, 6 de mayo de 2025

Las alas


Una mañana sin una fecha que se pueda concretar, su hija se despertó con un picor insoportable entre los omóplatos.

No dijo nada. Tampoco lloro. Sólo se rasco con una furia contenida mientras el desayuno se enfriaba sobre la mesa, al lado de un tazón de cereales que ya no crujía. Fue la madre la primera en notarlo: un leve temblor en la camisa, un bulto bajo el algodón como de ángel encogido. Se calló también.

Y entonces sucedió.

No brotaron: se abrieron como un secreto mal guardado. No eran alas de la grandeza de un águila Imperial, sino unas alas sutiles y temblorosas, hechas de un material inusual: una mezcla casi onírica de plumas desgastadas y papel reciclado en las sombras de viejos suspiros. Su color no se definía en términos sencillos, sino que cambiaba con cada rayo de luz, evocando un crepúsculo eterno y enigmático. No eran tampoco gloriosas, ni épicas, ni de esas que uno imagina en los vitrales de las iglesias de colores y luz de sol. Eran irregulares, translúcidas, con venas finísimas como hilos de coser el tiempo, y una textura parecida a las de una polilla, en polvo de seda.

No hubo palabras de despedida. Tampoco abrazos. Sólo un golpe de aire frío, un vendaval, un aleteo que derribó un portarretratos, y después el silencio. Denso, como el olor a cadáver putrefacto. Y la carencia.

Los padres se quedaron inmóviles, con los ojos clavados en la ventana abierta. Mirando el horizonte en desolación. Durante unos minutos pensaron que era una pesadilla. Un mal sueño. Pero el polvo suspendido en el aire trazaba figuras que sólo se dibujan cuando algo irremediable acaba de suceder. Vidas pasadas. Como figuras de un amor que había construido futuros infinitos y desvelos, quedaron atrapados en el abismo de la ausencia. La sorpresa inicial se transformó en una agonía muda.

La noche siguiente, dueña del desvelo mientras la luna dibujaba en la pared formas abstractas y efímeras y la ventana seguía abierta de par a par, el padre, en una desesperada búsqueda de consuelo, encontró en un rincón una antigua figura de arcilla, esculpida con las manos de una niña y olvidada en la vorágine del tiempo. Ese objeto, antes simple juguete de infancia, emergió como una imagen a la inocencia perdida, una reliquia como un adiós perpetuo.

Cada rincón de la casa parecía susurrar metáforas de nostalgias inaplazable. El aroma del café matutino se mezclaba con el polvo levantado por el vuelo, y cada gota de lluvia que golpeaba el cristal del comedor parecía llorar la ausencia. Los padres, ahora aprendices forzados en la ceremonia del olvido, se vieron obligados a escuchar el vuelo incesante de la vida, ese mismo vuelo que, en su propia metamorfosis, arranca con el despegue de los pies del suelo y del cuerpo en el abismo.

 En el piso quedó el objeto más banal y más devastador: una zapatilla desgastada, con los cordones aún anudados. Parecía mirarlos. Como si dijera: "no todos volamos con las dos alas puestas." Un souvenir.

Compraron un perro de raza pocos días después, siguiendo el manual implícito de las pérdidas decorosas. Era un bichón frisé, pequeño como una promesa que nunca llega a cumplirse y blanco como lo más puro. Lo sacaban a pasear al atardecer, como quien arrastra una nostalgia con correa corta, demasiado corta y cargada de miedo. Fingían entusiasmo cuando algún vecino les decía: “¡Qué cosa más mona!”, pero la frase rebotaba como una pelota hueca dentro del pecho con un eco infinito.

El perro no ladraba. No jugaba. No corría. Parecía entender que su presencia era ornamental, como los cojines de terciopelo que nadie usa o las sonrisas de compromiso en las cenas con gente que uno ya no quiere.

La casa, en cambio, empezó a crujir. Las paredes emitían sonidos nuevos, como si también ellas se estuvieran adaptando a la orfandad. A veces, por la noche, el padre se levantaba creyendo haber oído pasos en el pasillo. Pero no era más que el eco de los días cuando todavía se peleaban por el mando de la tele o se gritaban desde la ducha. Y del silencio absoluto. 

Una tarde, mientras recogían las hojas del jardín, la madre dijo sin mirar a nadie:

—Creo que la criamos para que se fuera. Pero nunca imaginé que se iría así. Ni que quedarse doliera tanto.

El padre no respondió. Sólo miró al cielo y creyó ver, por un instante, una silueta lejana batiendo las alas con torpeza. Podía ser una gaviota. O un recuerdo.

El tiempo pasó, como siempre hace: sin pedir permiso y sin dejar propina. Los padres aprendieron a llenar el lavavajillas con sólo dos platos. A ocupar una esquina del sofá. A usar palabras suaves, como si el idioma también doliera. Pero nunca, nunca aprendieron a dejar de mirar hacia arriba.  

Comprendieron, al final, que el vuelo de su hija no era un acto de traición, sino una forma de la gravedad al revés. Que las alas no eran ornamento, sino herencia. Y que el vacío que quedaba tras su marcha no era una ausencia, sino una reverberación: la forma que adopta el amor cuando ya no cabe en casa. Y que a menudo, a la fuerza, te toca cambiar de vida.

Con el transcurso de los días, se descubrió que el vuelo no era un escape, sino una transformación inevitable, un paso más en el laberinto de crecer. Sin embargo, el dolor permanecía, como una pintura abstracta en la que cada trazo narraba la pérdida de aquello que no se puede retener. La partida de la hija dejó tras de sí un espacio lleno de silencios y presencias que, en la ausencia, se volvían casi tangibles. Era como si la casa, al desprenderse de sus voces, se hubiera convertido en un escenario eterno de soledad y reflexión. Con el telón bajado. Final de sin saber que acto. 

Quizá, en esa metamorfosis, residía la verdad última del ser: amar es permitir que aquellos a quienes hemos formado se eleven hasta donde la esperanza los lleve, aun cuando ello nos deje, a nosotros, condenados a contemplar, desde la tierra, el vuelo impetuoso de unas alas que fueron breves destellos de vida. Y así, entre metáforas y recuerdos, los padres aprendieron que el dolor es el precio del crecimiento, y que en cada adiós se esconde el germen de una nueva existencia, aunque esa existencia jamás pueda empañar el sabor eterno a abandono.

Porqué todo principio, tiene antes un final.  

miércoles, 23 de abril de 2025

La laudería

Desde pequeño, soñaba con convertirse en lutier. No sabía exactamente qué significaba, pero la palabra —lutier— le sonaba a algo entre instrumento antiguo y tragaperras de casino. Había algo en su fonética, en esa "u" que se abría como un hueco de violonchelo, que le hacía repetirla en voz baja antes de dormir. Lutier, lutier, lutier… Como si así afinara su destino. No futbolista, no astronauta, no veterinario. Lutier. Lo había leído en una revista vieja, en una página donde hablaban de violines y de una ciudad con nombre de queso suizo. Le gustó la palabra. Sonaba bien. Lutier. Como un apellido francés con resaca.

En casa, nadie hablaba de música. Su madre planchaba en silencio y su padre coleccionaba facturas. La radio sonaba, sí, pero como suena el tráfico o el viento: sin nadie que lo escuche de verdad. Luego la vida, que no suele estar para rarezas, se encargó de enderezarle el rumbo. Es decir, de torcérselo.

A los catorce años, se dio cuenta de que no sabía tocar ni el timbre. Estudió algo que no le interesaba. A los veinte, ya trabajaba en una oficina donde las sillas chirriaban más que las voces. A los treinta, había olvidado que un día quiso ser algo distinto. Tenía una familia razonable, un piso con hipoteca razonable, y una tristeza razonable también, de esas que no salen en los partes meteorológicos pero que están ahí, instaladas como humedad en las paredes. 

Cada tanto, una canción lo asaltaba y sentía que se abría una herida vieja, y se quedaba quieto, como si el tiempo se detuviera un segundo para que él pudiera recordar algo que jamás vivió. Como una cuerda que se rompe sin haber sido tocada nunca. Y nunca aprendió música. Ni siquiera a silbar afinado. 

Una vez se enamoró de una chelista. Ella hablaba de Bach como otros hablan de Dios. Le decía que cada instrumento tenía una voz única. Él solo pensaba en que quizás, si la besaba con los ojos cerrados, podría entender qué significaba realmente "lutier". Pero ella se fue con un violinista, y él se quedó con el eco. 

Pasaron los años.

Un martes cualquiera, de una mañana gris, con más cansancio que ideas, salió a caminar por un barrio periférico. Le había fallado una reunión y no tenía ganas de volver a casa. Caminó sin mirar demasiado hasta que lo vio:

“Se vende taller de instrumentos artesanos”


Era una puerta de madera despintada, con una tipografía hecha a mano y un teléfono fijo debajo. 

No lo pensó. O sí, pero durante toda su vida.

Entró por curiosidad. O por necesidad. O porque ya no le quedaban muchas primeras veces.
Dentro olía a madera vieja, a polvo fino, a cosas hechas con calma. A cola de carpintero y a roble recién lijado. Las herramientas colgaban como notas en un pentagrama improvisado. Había virutas en el suelo como si alguien hubiera estado buscando música bajo la madera El dueño era un tipo mayor, de manos grandes y voz pequeña. Le ofreció un café. Hablaron poco. Y sin tener ni idea de por qué, se lo quedó.

El taller. El polvo. La calma.

Los vecinos pensaron que se había vuelto loco. Él también, un poco. Al principio se limitaba a ordenar herramientas, a tocar las maderas como si fueran piel. Luego empezó a tallar. Torpe, con dedos torpes. Pero cada día, al anochecer, juraba oír algo: un murmullo, una vibración, una promesa. No sabía qué hacer con aquello. Pero se sentía bien allí, como si la realidad hiciera menos ruido. Aprendió a poco con el viejo propietario. Al principio rompió más maderas que las que salvó. Luego, con el tiempo, sus manos empezaron a entenderse con las herramientas. No era magia. Era trabajo. Trabajo de ese que no sale en LinkedIn.

Nunca aprendió a tocar nada. Ni un acorde. Sin embargo, aprendió a construir violines. No sabía tocarlos, pero los escuchaba. Los afinaba con los ojos cerrados, como si sus oídos no estuvieran en la cabeza sino en el corazón de sus manos. A veces, cuando alguien venía a probar uno de sus violines, se quedaba a un lado, en silencio. Observaba cómo el instrumento sonaba por primera vez, como un recién nacido que llora.

Y pensaba: “No sé tocar música. Pero algo de ella ha pasado por mí”.

Un día, un joven músico entró al taller. Miró uno de sus violines, lo acarició como si saludara a un viejo amigo y le preguntó:

—¿Usted es músico?

Él lo pensó un momento. Sonrió.
—No. Pero mis instrumentos sí.

Y por primera vez en su vida, se sintió afinado.

jueves, 17 de abril de 2025

Una cancion que es condena.

La escribió con 19 años, una guitarra de segunda mano y la idea absurda de que el dolor, si se canta, pesa menos. Después de que lo dejaran por un tipo que tocaba mejor la guitarra o no tocaba ninguna, qué más da. Lo importante es que ella se fue y él se quedó con un nudo en la garganta y una libreta medio rota donde apuntó cuatro frases que rimaban. Luego les puso música. Luego la cantó. Y después de eso, se jodió todo. No sabía que esa canción era una celda.

Porque la canción funcionó.

Se convirtió en un éxito, en una firma, en una cicatriz. La gente se la pedía en los conciertos como si fuera una cerveza fría o una ex que vuelve. Y él, como un camarero fiel o un tonto con suerte, la servía. El aplauso del público, cada noche, sería el eco de una condena perpetua.

Incluso en su propia ducha, la cantaba, como si el agua pudiera limpiar lo que la música no ha conseguido.

A veces pensaba que esa canción era su mayor triunfo. Otras, su mayor derrota.


Con el tiempo dejó de preguntarse si hablaba de ella o de él o de una mezcla extraña de los dos. Había noches en las que sospechaba que no la había escrito él, sino que la canción le había escrito a él. Lo había mirado desde una esquina del alma, y le había dicho: “Tú, el de los ojos tristes. Vas a cantarme hasta el último día, y vas a llorar en el mismo sitio. Siempre.”

Y lo hace.


Hoy tiene casi 70 años y todavía la canta. Llora al tercer verso, como siempre. El mismo llanto, el mismo acorde menor que tiembla como una hoja. Con la misma voz que le queda. Con la misma lágrima que no ha sabido reciclar. Dice que no sabe si llora por ella, por él, o por el chico que fue cuando escribió aquello.

A veces sospecha que no existió ninguna mujer. Que la canción se escribió sola. Que él solo fue el instrumento.

Otros días cree que el verdadero preso fue el amor, encerrado en una melodía sin posibilidad de fuga.

Y otros, los menos, se despierta con la idea extraña de que no ha sido cantante, sino canción. Y que alguien —quizá tú— la ha estado escuchando todo este tiempo.

Una vez dijo en una entrevista que no se siente cantante, sino reo. Que su carrera ha sido una gira carcelaria por culpa de una canción. Pero cuando se apagan las luces y todo el mundo la corea como si fuera suya, sonríe un poco.

Y por un segundo, solo uno, cree que quizá mereció la pena.

martes, 15 de abril de 2025

Yo quería ser Elvis


 


De pequeños, los niños de mi clase querían ser futbolistas (y no se equivocaban), bomberos o médicos. Oficios serios, con casco, bata o balón. Yo no. Yo lo tenía claro desde antes de saber sumar: yo quería ser Elvis.

No un Elvis cualquiera, no el de las verbenas de pueblo que canta “Suspicious Minds” con acento de Cuenca. Quería ser el auténtico. El del chorro de voz que tumbaba edificios y corazones. El de la mirada de pecado. El de la pelvis con vida propia. Ese Elvis que parecía tener más trajes que días el año, y más mujeres que botones su chaqueta. Quería ser él: guitarra en mano, escenario, focos, y ese aura de “soy el rey y acabo de inventar esto”.

No quería ser famoso. Quería ser magnético. Un encantador de personas, como los de serpientes, pero con brillantina en el pelo y micrófono en mano. Un tipo que no necesita pedirte el número porque tú ya se lo has escrito en el brazo con pintalabios.

Y sin embargo, aunque a veces pueda parecer encantador —lo justo para que no me echen de las cenas de empresa—, lo cierto es que nunca he logrado ejercer. Lo más cerca que he estado de Elvis fue una vez que me calcé unas botas blancas y me pegué una hostia bajando las escaleras.

Hoy me miro al espejo y veo a alguien que canta bien en la ducha, pero mal en los karaokes. Que baila con entusiasmo, pero sin ritmo. Que tiene trajes, sí, pero de la última boda. Y que si alguna mujer se lanza sobre él, normalmente es para apartarlo del último trozo de pizza y en casa.

Así que no, no soy Elvis. Ni lo seré. Y si algún día me ves con gafas de sol en interior, moviendo la cadera y sonriendo sin motivo, es posible, pero no me juzgues: simplemente estoy recordando quién quise ser antes de convertirme en un adulto que se emociona cuando encuentra una excusa para salir con los amigos.

lunes, 14 de abril de 2025

Las gafas de Superman

El concepto moderno de superhéroe nace en los años treinta y cuarenta en Estados Unidos, primero en los cómics de DC y, después, en los de Marvel. Y desde entonces, esa dualidad se ha convertido en algo casi tan visceral como ser de izquierdas o de derechas, de Estados Unidos o la URSS, de Roma o Cartago, del Barça o del Madrid, de Coca-Cola o de Pepsi. Una cuestión de lealtades, de ideologías, de mundos posibles. De guerra o de paz.

Porque, al final, los superhéroes no son más que la evolución contemporánea de los antiguos mitos: Hércules, Gilgamesh, Thor, o figuras legendarias como el Rey Arturo. Todos ellos seres con ideales más grandes que la vida misma. Por eso nos fascinan. Porque necesitamos creer que alguien, en medio del caos, lucha por el bien común. Que alguien encarna la justicia, la valentía, y sobre todo, la esperanza.

Cada superhéroe representa una parte de nosotros, de nuestros valores más profundos: Batman, con su lucha interna, su dolor convertido en fuerza, es la justicia personal llevada al límite. Spider-Man simboliza la responsabilidad, el compromiso con uno mismo y con el otro. Los X-Men encarnan la diferencia, la lucha contra la exclusión, el valor de ser quienes somos aunque el mundo no lo entienda.

Y luego está Superman.

Ay, Superman… Mi favorito.

El único que no es de este mundo. Un extraterrestre que, sin embargo, es más humano que la mayoría. Un inmigrante que ha hecho de la Tierra su hogar, que ama profundamente todo lo que es distinto a su lugar de origen. Podría dominar el planeta, pero lo elige proteger. Es compasivo, humilde, justo. Y aunque parezca inabordable, tiene una moral tan firme como la roca, pero nunca moralista. Cree en la bondad de las personas, y procura siempre comprender antes que juzgar.

Y sí, tiene poderes impresionantes: fuerza descomunal, visión de rayos X, supervelocidad, invulnerabilidad, capacidad de volar, oído agudísimo... Es un dios solar. Pero lo más extraordinario de él no es eso. Es que su verdadero disfraz... es Clark Kent.

A diferencia de los demás, Superman no se disfraza para ser un héroe. Se disfraza para ser humano. Clark Kent no es su identidad secreta: es su máscara. Y, sin embargo, es una máscara que ama profundamente, porque él desea ser uno más entre nosotros. No se cree superior, aunque lo sea. Él elige ver el mundo con nuestros ojos, caminar entre nosotros, vivir nuestras fragilidades. Y en esa elección hay una belleza inmensa.

La historia de Superman trata sobre inmigración, identidad, cultura, poder, responsabilidad, altruismo, idealismo. Por eso, cuando Superman cae, el mundo se detiene. Porque lo sentimos todos. Porque es un símbolo. Una idea. Una esperanza.

El tiempo se suspende en el instante en que se quita las gafas. En ese gesto, mínimo, empieza la transformación. Deja de ser Clark, y de pronto, como una explosión contenida, todo su poder se hace presente: en su mirada, en su postura, en su luz. Lo imposible se vuelve posible. Y el asombro llena las páginas. Superman navega entre lo real y lo irreal, como un puente entre lo que somos y lo que podríamos llegar a ser.

Y a veces, se pierde. Y nos lo perdemos. Porque la mayor parte del tiempo camina entre nosotros, confundido con nosotros. Como si fuera uno más.

Y sin embargo, es todo lo contrario.
Por eso lo amamos.

jueves, 10 de abril de 2025

Perro flaco

 Debiera llover y no llueve,

el sol me lame los tobillos.

Huele la tierra a promesa mojada,  

y tú, perro flaco,

me miras

con tus ojos de luna comida por dentro.

—¿Por qué me sigues, sombra con patas?

—Porque tu paso me enseña el camino,

y en tu voz duerme el calor

que no me dio el mundo.

 

No llueve y debiera,

pero un rayo de sol te hace brillar el lomo sucio

como si Dios te pintara con oro viejo.

—¿Sabes lo que es el alma, perro mío?

—Es eso que me arde

cuando me llamas bajito.

 

Llueve.

Te abrazaría y te pondría bajo el pecho,

como se hace con los hijos muertos

o con los versos buenos,

para que no te pierda la lluvia

ni el sol te queme.

Y así nos fuimos,

tú y yo,

camino adentro,

mezclados con la niebla y la luz,

con el barro y las flores vencidas,

como si fuéramos

un sueño antiguo

que aún camina.

miércoles, 9 de abril de 2025

El paracaidista

El viento silba dentro del avión como si el aparato entero fuese un pulmón a punto de exhalar. El paracaidista —una figura tensada como una nota sostenida— espera su turno. Es su primer salto solo, sin instructor, sin nadie a quien culpar si algo falla. El cuerpo rígido, el corazón golpeando como un puño dentro de una caja. Mira hacia abajo: no hay suelo, sólo un horizonte reinventado, una línea que separa lo posible de lo inevitable.

Ese segundo previo al salto —ese tic suspendido— es un lugar en sí mismo. Un refugio donde aún se puede volver atrás… pero ya no.

Se lanza.

Y algo se rompe.

El aire, que hasta entonces era materia, se vuelve líquido. Lo envuelve como un sueño demasiado lúcido. El mundo, allá abajo, se encoge. Se vuelve miniatura. Pero mientras cae, algo extraño sucede: la atmósfera se deshilacha. Las formas dejan de obedecer. Todo se reduce a su metro cuadrado, ese espacio mínimo donde conviven paradojas: sentirse pequeño y gigante, cohibido y salvaje, solo y habitado por alguien más.

Como si se ausentara de sí, abre los ojos en otro lugar. No en otro país, ni siquiera en otra ciudad. En otro plano. Calles que parecen haber sido dibujadas por alguien que solo recordaba a medias. Lugares que nunca ha visto, pero que reconocería con los ojos cerrados. Lleva puesta una camiseta que no le pertenece. La gente camina a su alrededor como si él fuera un error de la programación. Un glitch emocional.

¿Dónde está?

Tal vez en un recuerdo. Tal vez en un futuro que aún no ha vivido.

Pero el tiempo —como el suelo— no espera.

Y de pronto, ahí, en medio de esa caída ficticia, se encuentra hablando. No recuerda con quién, pero sí el idioma: la fluidez, la complicidad, la certeza absurda de haber reconocido algo. O alguien. Un alma. Tal vez la suya, disfrazada.

Pero no todo es tan amable.

Cada segundo arranca una capa. Surge el temor, el temblor de lo imposible. Las decisiones más nimias —un paso, un gesto— se vuelven océanos. Siente un miedo nuevo: el de querer quedarse suspendido, el de no aterrizar jamás. El deseo de habitar esa dimensión donde lo irreal es norma. Donde se puede vivir sin tocar el suelo. Donde la gravedad es un malentendido.

Pero ni el tiempo ni la caída perdonan. Y esa conexión fugaz, como todas las verdades, es tan intensa como breve. Un latido que lo atraviesa hasta el tuétano. Porque algo de él se queda allí, flotando, adherido a ese otro mundo que, aunque intangible, ha dejado huella.

Y entonces, sin previo aviso, un golpe seco.

El paracaídas se ha abierto. El aire frena. El cuerpo obedece.

Abre los ojos. Vuelve al aire, al real. La Tierra lo espera. Pero ya no es el mismo.

Ahora carga con un hilo invisible que lo ata a un universo que no existe salvo en su memoria. A una sensación que no podrá recuperar… pero tampoco podrá olvidar.

En el silencio que precede al aterrizaje, lo entiende:
lo que vivió no lo tendrá jamás.
Y, sin embargo, lo llevará consigo para siempre.


miércoles, 8 de enero de 2025

De postre. (Versión 25)

 


Era un día tan rutinario como cualquier otro de los últimos treinta años. Me llamó para cenar, y fui. Me senté en la misma silla de siempre, en la mesa de la cocina. Un lugar gris y triste, con una ventana que daba a ningún sitio; un patio interior. ¿Para qué sirven los patios interiores, si no es para tender las bragas y las desdichas?

En el plato, un trozo de pescado a la plancha y unas patatas al vapor, tan insípidas como la escena, aunque menos que la vida misma. Empezamos a cenar en silencio. No estaba más callada que de costumbre, porque era imposible, pero sí igual.

Al coger un pedazo de pan, dejé caer una miga al suelo. Fue entonces cuando lo dijo.

—Ya no puedo más, estoy harta.

No alzó la voz ni un ápice, como si hablara del tiempo.

—No consigo ni dormir a tu lado. No te soporto. Eres un ser despreciable, y lo has sido toda la vida. Me tienes hasta el coño.

Ese último lugar, pensé, al que no había sido invitado en mucho, muchísimo tiempo.

—Por mí, te puedes morir —añadió con fría indiferencia.

Lo dijo mientras partía un trozo de patata, como si aquello fuera tan rutinario como el acto mismo de cenar.

—No lo sabía… Yo creía que estábamos bien —murmuré, sintiéndome pequeño.

—Pues ya ves que no es así. Hace mucho tiempo que no siento nada por ti, quizá solo… pena. Pero no quiero pasar ni un minuto más a tu lado. No quiero tu compañía para nada. Así que ya puedes marcharte.

Y me echó.

Y me fui.

Desde siempre me había reprochado ser un conformista en todas las facetas de mi vida. Y ahora, ni eso parecía molestarle.

martes, 7 de enero de 2025

La soledad de la mala compañía


Se arrastra la noche por callejones torvos,
donde las risas son ecos de gargantas secas,
y la mala compañía, con sus gestos sordos,
susurra mentiras que el alma interpreta.

Es un vals de espinas que sangra en los pasos,
un brindis vacío en copas de lodo,
es jugarse la vida en un mal parnaso,
donde cada verso te sabe a todo.

La buena soledad, en cambio, es alquimia,
convierte las horas en oro secreto,
te mira de frente, sin trampas ni prisas,
es un faro erguido en mares inquietos.

La mala te envuelve en piel de serpiente,
te promete abriles que nunca florecen,
te viste de fiesta, te envenena la mente,
te deja desnudo cuando desaparece.

La buena, sin embargo, es arte en penumbra,
el roce del viento en un cuadro sin marco,
la danza sutil de la luna que alumbra
el rincón oscuro donde escondes el tacto.

Es un piano roto que aún canta verdades,
un poema olvidado que nadie recita,
un reloj que avanza sin vanidades,
un brindis sincero que siempre te invita.

La mala compañía es reloj de arena,
pero cada grano te pesa en el pecho;
la buena soledad, en su calma serena,
te deja ser dueño del rumbo y el trecho.

Porque hay quien prefiere las jaulas de acero
antes que la llave de la libertad,
pero yo, que aprendí a bailar en el cero,
prefiero el abrazo de la soledad.

Así que me quedo con sus silencios nobles,
con la luz discreta que en la sombra estalla,
que la mala se marche, que no me incomode:
ya no hay sitio en mi mesa para su batalla.

Este es mi pacto, mi lección tardía:
que quien teme al eco nunca canta alto.
La buena soledad no es melancolía,

es un puerto sereno tras cada asalto.