jueves, 10 de abril de 2025

Perro flaco

 Debiera llover y no llueve,

el sol me lame los tobillos.

Huele la tierra a promesa mojada,  

y tú, perro flaco,

me miras

con tus ojos de luna comida por dentro.

—¿Por qué me sigues, sombra con patas?

—Porque tu paso me enseña el camino,

y en tu voz duerme el calor

que no me dio el mundo.

 

No llueve y debiera,

pero un rayo de sol te hace brillar el lomo sucio

como si Dios te pintara con oro viejo.

—¿Sabes lo que es el alma, perro mío?

—Es eso que me arde

cuando me llamas bajito.

 

Llueve.

Te abrazaría y te pondría bajo el pecho,

como se hace con los hijos muertos

o con los versos buenos,

para que no te pierda la lluvia

ni el sol te queme.

Y así nos fuimos,

tú y yo,

camino adentro,

mezclados con la niebla y la luz,

con el barro y las flores vencidas,

como si fuéramos

un sueño antiguo

que aún camina.

miércoles, 9 de abril de 2025

El paracaidista

El viento silba dentro del avión como si el aparato entero fuese un pulmón a punto de exhalar. El paracaidista —una figura tensada como una nota sostenida— espera su turno. Es su primer salto solo, sin instructor, sin nadie a quien culpar si algo falla. El cuerpo rígido, el corazón golpeando como un puño dentro de una caja. Mira hacia abajo: no hay suelo, sólo un horizonte reinventado, una línea que separa lo posible de lo inevitable.

Ese segundo previo al salto —ese tic suspendido— es un lugar en sí mismo. Un refugio donde aún se puede volver atrás… pero ya no.

Se lanza.

Y algo se rompe.

El aire, que hasta entonces era materia, se vuelve líquido. Lo envuelve como un sueño demasiado lúcido. El mundo, allá abajo, se encoge. Se vuelve miniatura. Pero mientras cae, algo extraño sucede: la atmósfera se deshilacha. Las formas dejan de obedecer. Todo se reduce a su metro cuadrado, ese espacio mínimo donde conviven paradojas: sentirse pequeño y gigante, cohibido y salvaje, solo y habitado por alguien más.

Como si se ausentara de sí, abre los ojos en otro lugar. No en otro país, ni siquiera en otra ciudad. En otro plano. Calles que parecen haber sido dibujadas por alguien que solo recordaba a medias. Lugares que nunca ha visto, pero que reconocería con los ojos cerrados. Lleva puesta una camiseta que no le pertenece. La gente camina a su alrededor como si él fuera un error de la programación. Un glitch emocional.

¿Dónde está?

Tal vez en un recuerdo. Tal vez en un futuro que aún no ha vivido.

Pero el tiempo —como el suelo— no espera.

Y de pronto, ahí, en medio de esa caída ficticia, se encuentra hablando. No recuerda con quién, pero sí el idioma: la fluidez, la complicidad, la certeza absurda de haber reconocido algo. O alguien. Un alma. Tal vez la suya, disfrazada.

Pero no todo es tan amable.

Cada segundo arranca una capa. Surge el temor, el temblor de lo imposible. Las decisiones más nimias —un paso, un gesto— se vuelven océanos. Siente un miedo nuevo: el de querer quedarse suspendido, el de no aterrizar jamás. El deseo de habitar esa dimensión donde lo irreal es norma. Donde se puede vivir sin tocar el suelo. Donde la gravedad es un malentendido.

Pero ni el tiempo ni la caída perdonan. Y esa conexión fugaz, como todas las verdades, es tan intensa como breve. Un latido que lo atraviesa hasta el tuétano. Porque algo de él se queda allí, flotando, adherido a ese otro mundo que, aunque intangible, ha dejado huella.

Y entonces, sin previo aviso, un golpe seco.

El paracaídas se ha abierto. El aire frena. El cuerpo obedece.

Abre los ojos. Vuelve al aire, al real. La Tierra lo espera. Pero ya no es el mismo.

Ahora carga con un hilo invisible que lo ata a un universo que no existe salvo en su memoria. A una sensación que no podrá recuperar… pero tampoco podrá olvidar.

En el silencio que precede al aterrizaje, lo entiende:
lo que vivió no lo tendrá jamás.
Y, sin embargo, lo llevará consigo para siempre.


miércoles, 8 de enero de 2025

De postre. (Versión 25)

 


Era un día tan rutinario como cualquier otro de los últimos treinta años. Me llamó para cenar, y fui. Me senté en la misma silla de siempre, en la mesa de la cocina. Un lugar gris y triste, con una ventana que daba a ningún sitio; un patio interior. ¿Para qué sirven los patios interiores, si no es para tender las bragas y las desdichas?

En el plato, un trozo de pescado a la plancha y unas patatas al vapor, tan insípidas como la escena, aunque menos que la vida misma. Empezamos a cenar en silencio. No estaba más callada que de costumbre, porque era imposible, pero sí igual.

Al coger un pedazo de pan, dejé caer una miga al suelo. Fue entonces cuando lo dijo.

—Ya no puedo más, estoy harta.

No alzó la voz ni un ápice, como si hablara del tiempo.

—No consigo ni dormir a tu lado. No te soporto. Eres un ser despreciable, y lo has sido toda la vida. Me tienes hasta el coño.

Ese último lugar, pensé, al que no había sido invitado en mucho, muchísimo tiempo.

—Por mí, te puedes morir —añadió con fría indiferencia.

Lo dijo mientras partía un trozo de patata, como si aquello fuera tan rutinario como el acto mismo de cenar.

—No lo sabía… Yo creía que estábamos bien —murmuré, sintiéndome pequeño.

—Pues ya ves que no es así. Hace mucho tiempo que no siento nada por ti, quizá solo… pena. Pero no quiero pasar ni un minuto más a tu lado. No quiero tu compañía para nada. Así que ya puedes marcharte.

Y me echó.

Y me fui.

Desde siempre me había reprochado ser un conformista en todas las facetas de mi vida. Y ahora, ni eso parecía molestarle.

martes, 7 de enero de 2025

La soledad de la mala compañía


Se arrastra la noche por callejones torvos,
donde las risas son ecos de gargantas secas,
y la mala compañía, con sus gestos sordos,
susurra mentiras que el alma interpreta.

Es un vals de espinas que sangra en los pasos,
un brindis vacío en copas de lodo,
es jugarse la vida en un mal parnaso,
donde cada verso te sabe a todo.

La buena soledad, en cambio, es alquimia,
convierte las horas en oro secreto,
te mira de frente, sin trampas ni prisas,
es un faro erguido en mares inquietos.

La mala te envuelve en piel de serpiente,
te promete abriles que nunca florecen,
te viste de fiesta, te envenena la mente,
te deja desnudo cuando desaparece.

La buena, sin embargo, es arte en penumbra,
el roce del viento en un cuadro sin marco,
la danza sutil de la luna que alumbra
el rincón oscuro donde escondes el tacto.

Es un piano roto que aún canta verdades,
un poema olvidado que nadie recita,
un reloj que avanza sin vanidades,
un brindis sincero que siempre te invita.

La mala compañía es reloj de arena,
pero cada grano te pesa en el pecho;
la buena soledad, en su calma serena,
te deja ser dueño del rumbo y el trecho.

Porque hay quien prefiere las jaulas de acero
antes que la llave de la libertad,
pero yo, que aprendí a bailar en el cero,
prefiero el abrazo de la soledad.

Así que me quedo con sus silencios nobles,
con la luz discreta que en la sombra estalla,
que la mala se marche, que no me incomode:
ya no hay sitio en mi mesa para su batalla.

Este es mi pacto, mi lección tardía:
que quien teme al eco nunca canta alto.
La buena soledad no es melancolía,

es un puerto sereno tras cada asalto.