Desde siempre, ha sido triste. Lo conocí en el colegio, en los cursos iniciales, y mi primer recuerdo, ya es de un niño triste. No sé porqué, hicimos buenas migas. Y aún hoy, ya mayores, somos amigos. Se ha pasado una vida sin sonreír, sin reír. No conozco su risa. Es tan gris como un vaso de agua de desamor, ese, que siempre va a la cara con decepción.
Desconozco cuantos años tenía cuando perdió a su madre, y si, era ya entonces, un triste. Pero recuerdo nuestra infancia como la de cualquier niño. En algunos momentos parecía feliz, pero nunca una carcajada ni tan solo una mueca se dibujaba en sus labios. Era, como si no supiera reír, un mudo de la risa. Anécdotas de esos tiempos que harían reír a cualquiera, podría contar un sinfín, pero en ninguna de ellas él cambio su cara apática. En la adolescencia y juventud su ánimo continúo igual de impasible. Por suerte, a los veintipocos, encontró una chica alegre como la mañana, que combatía con luz esa niebla del amanecer que él, llevaba tan adentro. Ni así, ni después de casados, él conseguía reír. Me contaron en una ocasión que si te ríes de un niño que empieza a hablar puede, que ello le lleve al tartamudeo. Él, mi amigo, me contó en una noche de esas en que te atrapa el amanecer, que de pequeño, de muy pequeño, un día su padre le gritó con contundencia por reír desbocadamente, sin recordar de qué. Si que recuerda, era poco después de la muerte de su madre, diciéndole; “¡no sientes pena!” y tanto le afecto, que no consiguió volver a reírse jamás.
Un día, hace poco, me llamo feliz, se lo noté en la voz, me contó, que acababa de nacer su primer hijo, y entre sollozos me dijo; “qué sepas que he sido el hombre más feliz del mundo cuando mi hijo empezaba a llorar tan solo al salir, su llanto solo hoy, ha sido mi felicidad, y de esa felicidad no he podido dejar de llorar, de llorar de risa. De una risa feliz, de tonto, de tranquilidad y satisfacción. Amigo hoy he reído y no voy a dejar de hacerlo”. Ojalá, contesté yo, con una sonrisa.