Hacía ya días que mí chica (¡Qué posesivo!) mejor: la mujer con la que convivo (Qué poco romántico). Es decir, con la que nos aguantamos mutuamente (Demasiado realista). Maldita monogamia. Maldito catolicismo. Maldita moral. En fin, me venía contando con un entusiasmo extraño, la incorporación en su empresa de una maravillosa compañera. Yo, aguantaba, escuchando con estoicismo, todas las virtudes que en ella brillaban y en mí también, pero por su ausencia.
Incite de forma disimulada a que la invitara a cenar; para conocerla. Una cena magnifica. Divertida, con conversaciones distendidas, alegre, serena y sensata. Una mujer magnifica, en definitiva. Compartíamos opinión. La mía, a parte, seguramente un poco más machista, creía; que estaba buenísima. Y de repente, la iluminación: tres, a veces, no son multitud. Desde ese mismo instante invertí todo mi esfuerzo, en organizar una salida con el yate de mis padres, un fin de semana. Eso sí; caluroso.
Y llegó el día, como llegan los higos después de las brevas. Todo lo tenía apunto. El barco, el aperitivo, una cena exquisita con un buen vino, un postre con fresas y nata y un par de botellas de champán, frías, casi demasiado. Las lleve a una cala cercana, tiré el ancla y dispuse la jugada. El anzuelo estaba en la pecera. Solo yo, sospechaba como acabaría la noche. Por fin, cumpliría mi sueño, y el de la mayoría de los hombres.
Cuatros horas después y cinco botellas de champán, tres de ellas a temperatura ambiente, es decir, calientes, me encontraba totalmente borracho en el camarote. Parecía, el de los hermanos Marx. Pero yo, no levantaba cabeza. Y como la brisa entra en la playa, el romanticismo o el erotismo entro en nosotros. Ellas, se empezaron a besar yo, intentaba introducir alguna mano en medio, pero me apartaban, estaba casi no nocaut por lo bebido y me tiraron de la cama. La cuenta llegó a diez y continuaron sin mí.
Descubrí, que a veces, tres es multitud. Desde entonces, ellas son dos y yo uno.
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