Estaba cargando su arma. Era el tiempo de la guerra. Al alba, cuando el sol aun no había traído la muerte. En una casa vieja, en medio del campo. Quería salir de caza, con su rebaño de asesinos.
Yo, seguía dormido en aquel cobertizo. La noche era buena, pero larga. Parecía haber tenido éxito. El riachuelo aquél, me había salvado la vida. O eso creía.
Desayunaban sin medida, todos los asesinos desbocados. Como no era suyo ni tenían que pagar se aprovechaban. Quien sabe si almorzarían. Nueve hombres contra una sola mujer y sus hijos, a pan y cuchillo. Las presas, los esperaban, escondidas por el monte.
Al despertarme, me ofrecieron una rebanada de pan y un poco de cebolla. Les di mi gratitud y seguí por mi camino. Tenía que cruzar esa pequeña sierra y ya estaría en mi destino.
Con el estomago lleno, y el fusil cargado y colgado en el hombro, empezaba la fiesta de la sangre. Ser el primero en matar los enorgullecía. Entonces vieron una manada de cinco correr y empezaron a disparar. Tres cayeron. Dos siguieron pero heridos, no llegarían lejos.
Intentaba andar deprisa, era una tierra desconocida y hostil. No sabía con quien tendría que cruzarme.
De repente, los gritos de unos machos alertaron mis prisas, “allí va uno de solo”. Yo, iba a ser su captura, si no volvía a ser capaz de escapar de nuevo. Me había cruzado justo, con quien no debería. Un ardor en el pecho, me ahogaba y al mirar, un agujero, que dejaba escapar mi sangre. Me habían dado. Tumbado en el suelo, esperando la muerte, pensaba; que esa bala, al ser cargada aun no llevaba mi nombre. Pero en el momento del disparo ya llevaba mi muerte. Miserables seres humanos, por nominar las balas con nombre de persona y apellido de difunto.
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