En los últimos tiempos llegaba siempre a deshora –el trabajo- decía, y casi nunca, requería amor. A mí, me urgía derrocharlo. Tanto, que una noche oscura decidí ir a esparcirlo, en un cualquier lugar. Con una cualquier mujer. Después de hablar durante bastante rato, de todo lo que no lo hacía con mi pareja, me bajé la bragueta y le pedí, por favor, que se arrodillase. No sé porqué. Quizás para no verle la cara. Quizás, para no sentirme tan adúltero, con esté adulterado amor. Así empecé y así acabé. Vestido. Pero me sentía igual de humillado que en ese sueño de mí infancia, en el que siempre, al llegar al colegio me daba cuenta, que había olvidado ponerme los pantalones.
Era tarde y volvía hacía casa, humillado, pensé en pasar a recoger mi pareja al trabajo, en destapar su sarta de mentiras. En humillarla, tanto, como me creía yo. Así lo hice. Me senté en la acera, en frente de la puerta, y esperé. Pasaron más de dos horas, cuando decidí irme, aún más degradado y fue entonces, después de dos docenas de pitillos, que ella cruzo esa puerta, a prisas, cansada y alegrándose, gritó: -cariño, gracias por venir-
Dudo, de si un hombre esa noche hizo acampada libre en su tienda o no. Nunca lo sabré.
La cogí del brazo y empecé a cantar…
Y yo que hasta ayer sólo fui un holgazán
Y hoy soy guardián de sus sueños de amor
La quiero a morir...
Puede destrozar todo aquello que ve
Porque ella de un soplo lo vuelve a crear como si nada, como si nada
La quiero a morir...
Y hoy soy guardián de sus sueños de amor
La quiero a morir...
Puede destrozar todo aquello que ve
Porque ella de un soplo lo vuelve a crear como si nada, como si nada
La quiero a morir...
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